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Marción es extremadamente cristiano. Aunque, por la forma en que fundamenta su cristianismo, es profundamente herético. La herejía marcionita se vincula también el más herético de los cristianos. El más antijudío también, como luego se verá.
Su Dios, un Dios Extraño. Ajeno al mundo, del todo desvinculado de la creación, no es el Dios providente de la tradición judeo-cristiana, no es el Dios que viste a los lirios del campo, alegra a los pájaros del cielo y tiene contados cada uno de nuestros cabellos. No es un Dios comprometido con el mundo, pues no ha intervenido en la creación. Es este, en principio, un Dios muy distante, en principio indiferente a la suerte del cosmos. Pero ocurre que este Dios tan ajeno al hombre, lo observa de pronto, examina su destino de vasallo de las sombras y se conmueve intensamente. Lo mueve la Misericordia, lo mueve un Amor nuevo y entonces se revela su bondad. Pues convoca a su Hijo y a éste revela su misión: que consiste en ir al mundo como Salvador, con el solo encargo de rescatar a la criatura humana del dominio del dios que lo creó, el demiurgo imperfecto que Marción identifica con el Yavé del Antiguo Testamento.
Tal es el regalo que ese Dios Padre, desconocido y bueno, hace al hombre, el don puro, desligado de todo compromiso, de una redención que parece profundamente misteriosa, pues carece de antecedentes en promesas o profecías vinculada a una «historia salvífica» ligada al origen del hombre – como es la que relatan los libros del Antiguo Testamento – y sólo se fundamenta en un amor y en una misericordia del todo desinteresados.
Y así como el Dios Extraño y Bueno no es Yavé, Jesucristo el Salvador no es el Mesías de los profetas. Su posición antijudía se refleja, además, no solamente en el rechazo en bloque de los libros veterotestamentarios, sino también en su posición extremadamente negativa con respecto a partes significativas del Nuevo Testamento, que rechaza como interpolaciones judías cristianas, esto es agregados espurios introducidos con el objeto de apoyar el continuismo entre la antigua religión judía y el evangelio de Jesucristo.
La pretensión de Marción, que al parecer se manifiesta por primera vez en el cristianismo, es la de establecer un canon de escritos auténticos. Que los criterios de Marción son rigurosos en extremo lo prueba la circunstancia de que, de los libros del Nuevo Testamento, sólo el Evangelio de Lucas y las diez cartas paulinas son aceptadas. Incluso el Evangelio de Lucas es objeto por Marción de una atenta labor depurativa: y es así es como resulta eliminada de él, por ejemplo, toda referencia a la descendencia davídica de Jesús. Y la exégesis a que somete a la epístolas de Pablo tiene efectos similares.
Uno trata de imaginarse la conmoción que esta doctrina ha de haber producido en la Iglesia primitiva. Que a lo menos se produjo una intensa disputa en torno a la cuestión del rechazo o aceptación del Antiguo Testamento. Pero al final está lo que sabemos: que la Iglesia responde estableciendo su propio canon, que esciertamente el que prevalece. Lo que no significa que las dudas que pudieran suscitarse hayan desaparecido del todo. Demasiado violentas son las oposiciones entre los libros antiguos y los nuevos. Demasiado radical la diferencia entre el Dios de los Ejércitos y el Abba de Jesús. La tarea de sistematizar los pro y los contra, una tarea apasionante.
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Para terminar este artículo, un par de notas sobre la ética marcionita. Porque, ligado a esta doctrina está el profundo ascetismo que ella reclama del hombre.
Hay que tener presente, con todo, que tal exigencia no está de ninguna manera relacionada con la la ética del Antiguo Testamento ni con la sujeción a la Ley, fuente de toda norma para el pueblo judío. Pues en la enseñanza marcionita, las normas éticas y las de la la Ley derivan del demiurgo creador, por lo cual no deben ser entendidas sino como establecido por éste para encadenar al hombre a su poder en el ámbito del cosmos, esto es, precisamente en el ámbito del cual el hombre debe ser redimido por Jesucristo el Salvador. La exigencia tiene, por lo tanto, más de exigencia metafísica que de obligación ética. Ella persigue tan solo evitar que el hombre profundice su contaminación con el ámbito del mundo y reduzca así su pertenencia a éste, evitando hacer uso de él y de participar, en la mayor medida posible, de su grosera imperfección. Por lo demás, absteniéndose de las cosas del mundo, el hombre rechaza al demiurgo que lo creó. Lo que parece al marcionismo una actitud del todo coherente.
Un pasaje de Clemente de Alejandría, refutador de la enseñanza marcionita, nos ilustra sobre el particular:
«Deseando no colaborar en la repoblación del mundo creado por el Demiurgo, los marcionitas decretaron la abstinencia del matrimonio, desafiando al creador y acelerando su camino hacia el Único Dios que los llamó y que, dicen, es Dios en un sentido diferente: de donde, deseando no dejar nada de ellos aquí abajo, abrazan la abstinencia, no por un principio moral sino por la hostilidad hacia su hacedor y rechazo al uso de los elementos de su creación».
De todo lo cual deduce Hans Jonas que «el ascetismo de Marción, a diferencia del de los esenios o, más tarde, del monasticismo cristiano, no fue concebido para favorecer la santificación de la existencia humana; por el contrario, su concepción fue esencialmente negativa, y formó parte de la rebelión gnóstica contra el cosmos.
Según el mismo Jonas, «las ideas de Marción han seguido siendo hasta hoy objeto de estudio del cristianismo. Y al margen de toda controversia doctrinal, el mensaje sobre el Dios nuevo y extraño de Marción nunca dejará de conmover al corazón humano».
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