Donde en un tiempo se abrían las puertas de los cielos, se encuentran ahora los agujeros negros, dispuestos a tragarlo todo en el olvido. Esa es la visión que muchos tienen de la muerte: la entrada a la extinción permanente de la conciencia.
Donde antaño los ángeles de los planetas conducían sus carros astrales, ahora unas fuerzas sin sentido impulsan a estrellas y planetas hacia su sino inexorable.
El canto o la palabra de Dios se reduce a un big bang mitológico que ni siquiera los científicos comprenden.
(Joscelyn Godwin, Armonía de las Esferas)
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Pero algún día, lejano tal vez -acaso lo veremos desde otra esfera- todo este horror antipoético hecho de explosiones y de agujeros se irá al basurero, como se han ido otros últimos gritos de la ciencia.
Si ese día viéramos otra vez la luz, ¿bailaríamos entonces al compás de este vals? ¿Su título? Música de las esferas (Sphärenklänge), de Josef Strauss.
Hay geometría en el zumbido de las cuerdas.
Pitágoras
Portada del Mutus Liber (El libro mudo, 1677): Dos ángeles con trompetas llaman a Jacob durmiente para que vea la escalera que se extiende desde la Tierra hasta el cielo. La imagen sugiere también las trompetas del Apocalipsis y el viaje espiritual del alquimista (Joscelyn Godwin, Armonía de las esferas, Atalanta 2009).
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El brillante clamor de las trompetas angelicales alerta a Jacob en su sueño acerca de la maravillosa epifanía que se despliega a su alrededor. Solo así es capaz de apreciar y de entender el significado de esa escalera maravillosa, que se le ofrece como puerta de los cielos, como acceso a la casa de Dios. Jacob ya no volverá a ser el mismo luego de haber experimentado este vislumbre de realidad.
Lo que las trompetas angelicales en el caso de Jacob, puede hacerlo por nosotros la música. Experimentándola en profundidad, somos de pronto capaces de despertar a toda la Armonía y contemplar con ojos despiertos las mil armonías del universo, repartidas por doquier. Las que antes pasábamos por alto, expresión de la única Armonía. Después de haberla vislumbrado una vez, ya nunca más volveremos a ser los mismos.
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. Todas las cosas están llenas de signos: un hombre sabio puede saber una cosa a partir de otra. Plotino
El siglo XII es un siglo casi milagroso. Uno de los fundamentos de tal milagro se encuentra en la alianza del cristianismo con las doctrinas del neoplatonismo, que hicieron a las gentes ilustradas de la época especialmente susceptibles a las armonías del universo. Uno de los centros del consiguiente movimiento espiritual estuvo en la ciudad de Chartres, a unos cien kilómetros al sudeste de París. Él fue capaz de idear un completo sistema metafísico y una piedad religiosa cuyos resultados siguen constituyendo un modelo inigualado de civilización cristiana.
El Cordero, los ángeles y los cuatro vivientes, con los santos y los elegidos – Apocalipsis de la Reina María (British Library)
Entre las personalidades que hay que destacar como cimentadoras de tal realidad está ciertamente la de Juan Escoto Erígena (815-877), que difundió entre los europeos doctos de la Edad Media las ideas de Dionisio Areopagita -actualmente conocido como el Pseudo Dionisio, para dejar sentado que no se trata del personaje homónimo mencionado en el Libro de los Hechos de los Apóstoles (17,34). Las obras de este autor, probablemente un teólogo bizantino del siglo V o del VI marcado a fuego por las ideas neoplatónicas, dejaría su huella en el pensamiento, en la cultura y en el arte medieval y tendría una particular importancia en la mística, pareciera que no solamente en la cristiana. Pues también la obra del Pseudo Dionisio habría llegado a los medios musulmanes y judíos de la temprana Edad Media. Cabalistas y sufíes la habrían recibido.
Catedral de Chartres, rosetón norte
Quisiera poner esto en contexto con lo que he dicho en otros artículos recientes de este blog acerca de las relaciones entre la música terrenal y la música de los mundos superiores, (V. Música de las esferas, Casa de Dios y Puerta del Cielo, El ascenso del alma, Música ¿ciencia o arte?) para reflexionar acerca de la relación existente entre los conceptos teológicos, cosmológicos y metafísicos propios de la humanidad del Medioevo europeo y el espíritu que impregna a la generalidad de las soberbias obras culturales de esa época. No solamente a las musicales.
Hay que recordar, por ejemplo, que de la obra del Pseudo Dionisio Areopagita proviene la idea de los órdenes angélicos con sus tres coros ordenados en nueve jerarquías (serafines, querubines, tronos; dominaciones, virtudes, potestades; principados, arcángeles y ángeles), imaginados todos ellos como celestes conjuntos musicales que, reunidos conforme a una armonía perfecta y a una áurea proporción, cantan su alabanza al Creador en un eterno Te Deum. Se comprende entonces que Hildegarda de Bingen, a mediados del siglo XII, haya visto a los nueve órdenes de ángeles cantando indescriptibles cantos de alabanza.
La pregunta es entonces: ¿No revelan acaso las imágenes que aquí muestro, manuscritos, vidrieras, portales y sagradas geometrías, algo parecido; un afán de reconocimiento de la maravillosa arquitectura del universo, de su belleza natural, y un inspiradísimo empeño de agradecer al Creador con unas creaciones humanas dignas de tal fin?
Catedral de Chartres, construida entre el siglo XII y el XIII – transepto sur, portal central, tímpano
Juan Escoto, en armonía con el pensamiento de Dionisio Areopagita, define a la música como «una disciplina que gracias a la luz de la razón recibe la armonía de todas las cosas que, en virtud de las proporciones naturales, están en un movimiento cognoscible». Tal armonía no es precisamente la música de los coros celestiales, sino la del cosmos, la de las esferas, y preferentemente de aquella región, situada entre la Luna y las estrellas fijas, que en su opinión es «la más serena, y está siempre en eterno silencio, salvo por la armónica sinfonía de los planetas», que sobrepasa todo lo conocido sobre la tierra.
La música de los hombres es un receptáculo de la armonía universal. Pero, además, le parece un símbolo de la reconciliación de los contrarios a partir de los cuales fue creado el universo y que siguen conviviendo en él. A lo que no cabe sino afirmar que, en efecto, pareciera indiscutible que la música es un ejemplo más de armonía universal. Y también que los elementos aparentemente inconciliables se dan en ella la mano para dar origen a una armonía conjunta, a una sin-fonía.
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La música, como ciencia y como arte, es incluso más que eso. Mejor dicho, puede serlo. Sí, la música compuesta, interpretada y escuchada por los hombres, siempre que estos cuiden de hacer honor a su digna descendencia de las Musas, es para mí un intento de aproximación y de imitación. Pero su intento no tiene solamente como ideal la música de las esferas. Es que quisiera acercarse a la armonía impenetrable que sustenta al universo entero. A la música de los coros angélicos.
Pero insisto en preguntar: ¿son acaso esos intentos de reconciliación, esos simbolismos de armonía universal, esos intentos de acercamiento a la suprema armonía, algo exclusivo de la música medieval?
Catedral de Chartres – Geometría sagrada, proporción áureas, música de las esferas
Un antecedente para la respuesta que se impone: «las catedrales góticas y románicas -afirma Joscelyn Godwin en La cadena áurea de Orfeo– fueron contempladas como imágenes de la Jerusalén Celestial, o en el nivel complementario ‘pitagórico’, manifiesto en la Catedral de Chartres y sus sucesoras, como encarnación de la inteligencia matemática, de acuerdo con la cual incluso las ciudades celestiales han de estar construidas».
Los ejemplos en otras áreas del quehacer humano se multiplican. Y fácilmente se llega a la conclusión de que es propia del espíritu de la época la especial sensibilidad para captar tales armonías y sus efectos en las distintas áreas del conocimiento, como también la enorme energía necesaria para transformar tales armonías en obra visible, hecha palabra, piedra, color y sonido. Y que el intento aquel de alcanzar la más sublime de las armonías se reflejó no solamente en la música sino que también en la arquitectura, en la poesía, en la pintura, en la escultura, y en fin, en todos las obras que definen ae ese mundo.
No solo el arte, sino también las ciencias, todo el trivium y el quadrivium, la espiritualidad y la disciplina religiosa, la cultura en su conjunto, sin perjuicio de la humana deficiencia propia de toda edad, habría sido en aquélla como un intento por reconocer y simbolizar la armonía inefable del más allá, por reflejarla, por imitarla y por agradecerla.
A partir del pensamiento griego, le es cada vez más fácil al hombre occidental interpretar los estados de la naturaleza externa de manera exclusivamente impersonal, casi matemática. En este ámbito, un impulso aparentemente imparable se despliega hacia la comprensión objetiva del mundo, exenta de todo elemento no cuantificable. Quedan muchas preguntas por responder en el ámbito de la comprensión del macrocosmos, tal vez las más importantes, tal vez suscitadoras de respuestas capaces de echar por tierra una buena parte de la inteligencia del universo que actualmente consideramos dogmática. Pero la tendencia es claramente esa, la de la comprensión de lo natural que se ubica fuera del ser humano por los caminos de la física, las matemáticas y la lógica.
Mirando hacia el interior de sí mismo, la visión del ser humano no es la misma. Hay territorios investigados conforme a parámetros científicos, tales como los que estudian la anatomía, la fisiología, la patología. Pero cuando se llega a los estados internos de la conciencia humana, allí se despliega un mundo que se resiste a los intentos de cuantificación. Lo supuestamente objetivo está aquí fuera de lugar. El pensamiento matemático, la lógica, aquí desesperan. Si hay algo que parece marcar los llamados intentos científicos, de la psicología y de la psiquiatría, por ejemplo, es la de no ser sino estructuras teóricas más o menos arbitrarias y marcadas constitutivamente por el elemento provisional. No podía ser de otro modo, ya que este es el reino, en el cual por sobre la racionalidad de la vigilia consciente, imperan la imaginación, la locura de los sueños, la poesía, la mística. Un territorio limítrofe, que podríamos llamar el reino de lo inimaginable, de lo indescriptible, de otro que allí recién comienza. Es el reino del arte.
Virgil Solis, Orpheus with lyre and animals (1563)
A propósito, es que se pregunta Joscelyn Godwin, en un hermoso ensayo titulado «La cadena áurea de Orfeo» (Siruela, 2009) si la música es una ciencia o un arte. La respuesta de Godwin: ¡La música es ambas cosas a la vez!
«Desde el punto macrocósmico -señala- consiste en un fenómeno físico con principios cuantificables de ritmo y armonía. Y agrega que «en nuestros días, la interpretación completa de una sinfonía puede ser codificada mediante las fórmulas de una grabación digital, con todos sus detalles y matices.» Desde el punto de vista microcósmico, sin embargo, la misma sinfonía es «algo muy distinto; es un registro de los estados cambiantes de la psique. Consiste en las cualidades y no en las cantidades de la experiencia, que no pueden ser traducidas a ningún otro lenguaje.»
Un registro de estados psíquicos, de sentimientos, de ideales estéticos, un registro armónico, expresivo, desesperado, de lo que ocurre en la mente del compositor. Que se vuelve, en su momento, en experiencia interpretativa y en pura audición de quien se entrega con todo su ser a la comprensión capaz de procurarle un goce sin igual.
La música es, según Godwin, «el punto en el cual se deshace la dicotomía entre la ciencia y el arte, donde cada cantidad es también una cualidad, y cada momento psíquico, físicamente demostrable.»
La música nos da un instrumento «para integrar la experiencia de las dos caras de Jano, reflejo de los mundos interno y externo.»
A la mayoría de nosotros, que carecemos de los dones que reciben el compositor o el intérprete, y que debemos atenernos a los goces de la audición, nos vienen bien estas palabras del místico iranio Al-Gazzali (1058-1111):
«La causa de esos estados que acontecen al corazón mediante la escucha de la música, es el secreto del Supremo Dios, consistente en la relación de la medida de los tonos con las almas, y el sometimiento de éstos a aquéllas, tanto como de las impresiones que les llegan: anhelo y gozo, tristeza, euforia o depresión. El conocimiento de por qué las almas reciben las impresiones a través de los sonidos pertenece a lo más sutil de la ciencia de las revelaciones, con la cual los sufíes son agraciados.»
Pitágoras relata cómo ascendió tan alto su alma hasta llegar al mundo superior. Dada la pureza de su ser y el poder adivinatorio de su corazón, podía escuchar las melodías de las esferas y las sonoridades causadas por los movimientos de los cuerpos celestes. Suhravardi (1155-c.1200)
Jacob tuvo un sueño. Soñó con una escalera que estaba apoyada en la tierra y cuya cima tocaba los cielos. Y observó que los ángeles de Dios subían y bajaban por ella… Despertó luego de su sueño… y pensó…: «Qué temible es este lugar! ¡Esto no es otra cosa sino la casa de Dios y la puerta del cielo!» (Génesis, 28, 12)
William Blake pensaba en los canales del oído humano como una «escalera en espiral sin fin que lleva hasta el último cielo». Se refiere más que a nuestro puro oído físico, a nuestro oído interior, el único apto para captar la armonía de las esferas superiores. Para su contemporáneo Swedenborg, la apertura del oído interno era una condición necesaria para la toma de contacto con los mundos superiores.
Imposible no imaginarse a esos ángeles que suben y bajan la escalera de Jacob, sino en el entorno de una música inconcebiblemente bella y cantando himnos sublimes de alabanza al Creador. Jacob los ha de haber oído, a no dudarlo, y no solamente los sonidos emitidos por los cuerpos celestes en su incesante giro sino también la misma música de la casa de Dios. Quedándose asustado de tanta belleza. Tal vez Pitágoras también.
Blake aspiraba a escuchar los sones de esas divinas armonías e inefables melodías.
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En el Poimandres, libro emparentado con el gnosticismo que es atribuido al mítico Hermes Trismegisto, se dice acerca del viaje póstumo del alma en su intento por regresar a su patria de origen, con ayuda de la Armonía. Y, por supuesto, también ese viaje ascensional tiene una relación con la música. Es el más alto Intelecto, personificado aquí en el Pastor de los Hombres -que tal es el significado de Poimandres-, el que describe como el alma se desplaza a través de las esferas armónicas de los siete planetas, tratando de superar el peso de los vicios y tendencias negativas que la limitaron en su vida terrenal.
Hermes Trismegisto (D. Stolcius von Stolzenberg, Viridarium chymicum)
Una vez superadas las pruebas a que es sometida, entonces, el alma
desvestida de cuanta energía le fue conferida por la Armonía, y enfundada en su propio poder, entra en la Octava Esfera. Canta ahora con los seres que allí se encuentran, loando al Padre, y regocijándose por su llegada. Una vez hecho igual a sus compañeros, puede también oír los Poderes por encima de la Octava Esfera cantando su hermoso himno a Dios.
Hay que suponer que tales Poderes son equivalentes a las Musas y otros sublimes testigos del Dios Uno, «que habitan en una región sin tiempo más allá de las estrellas fijas. El alma desencarnada atraviesa entonces dos reinos musicales: primero el de la música mundana -esto es, de los mundos superiores- y luego un cuarto reino, al cual puede llamársele inteligible, arquetipo o angélico» (Joscelyn Godwin, La cadena áurea de Orfeo, Siruela, 2009).