. Todo don excelente y perfecto viene de lo alto, del Padre de las luces.
Santiago, 1,17
Toda manifestación luminosa que recibimos y procede de la bondad del Padre, nos atrae a su vez hacia lo alto como un poder unificante y nos hace volver hasta la unidad y simplicidad del Padre que nos congrega. Pues, en efecto, como dice la Sagrada Escritura: ‘Porque de Él y por Él y para Él son todas las cosas’ (Rom 11,36)
Pseudo Dionisio Areopagita, Jerarquía Celeste
Quienquiera que seas, si pretendes rendir honor -a estas obras de arte- no admires el oro ni el gasto, sino el trabajo y el arte. La obra noble brilla, pero brilla con nobleza; que sirva para iluminar a los espíritus y los conduzca por medio de las luces verdaderas a la verdadera luz, de la cual Cristo es la verdadera puerta.
Abate Suger, de Saint-Denis
Cuando, penetrado por el encantamiento que produce la belleza en la casa de Dios, -el atractivo de las obras- me condujo a reflexionar, pasando de lo material a lo inmaterial, sobre la diversidad de las virtudes sagradas, me pareció entonces verme a mí mismo residiendo en alguna extraña región del universo, que no existe anteriormente ni en el cieno de la tierra ni en la pureza del cielo, y que por la gracia de Dios puedo pasar de la tierra a las alturas de manera anagógica.
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Gracias a la belleza sensible, el alma se eleva a la verdadera belleza y de la tierra en que yacía sumergida,
resucita al cielo gracias a la claridadde estos esplendores.
Suger, abate de Saint Denis
Un libro excelente, La época de las catedrales (Arte y sociedad, 980-1420), escrito por el historiador francés Georges Duby, renombrado especialista en el Medioevo. Avanzo sin premura en su lectura, subrayo y apunto, para tratar de asimilar la esencia de esta lúcida visión de la Baja Edad Media, particularmente apasionante en la parte que dedica al período de plenitud comprendido entre los siglos XI y XIII, en que la cultura occidental, aprovechando los frutos del periodo carolingio, revela signos evidentes de haber superado los efectos desastrosos de la caída del imperio romano y de las invasiones de los pueblos del este.
Brillante me ha parecido la forma en que el autor recrea el sentido del devenir histórico a la luz de un análisis realista de las cambiantes estructuras sociales, por cierto que siempre imperfectas y reveladoras de inequidad, y nos deleita en la interpretación del quehacer cultural y artístico de la época, tan significativo para el desarrollo ulterior de la civilización europea.
En estos momentos, me deleito en las páginas que dedica al nacimiento del arte gótico, en que nos presenta al abate Suger de San Dionisio (Saint-Denis), como el creador de dicho estilo, y nos explica la forma en que esta nueva forma queda plasmada precisamente en las obras de renovación de su iglesia abacial. Fue entre los años 1135 y 1144, que Suger, amigo de infancia del rey y consejero suyo, se dio a la tarea de iniciar la reconstrucción de la antigua iglesia carolingia, convencido siempre de trabajar «por el honor de Dios, por el de San Dionisio, pero también por el honor de los reyes de Francia, de los que estaban muertos y eran sus huéspedes -pues en la iglesia hallaban sepultura los monarcas fallecidos- y del que vivía, su amigo y bienhechor.»
Explica Georges Duby que en el lugar se encontraba el sepulcro del mártir cristiano Dionysius, identificado por la tradición con Dionisio el Areopagita, discípulo ateniense de Pablo según el libro de los Hechos de los Apóstoles, que viajara a Francia huyendo de la persecución de que era objeto en Atenas, y a quien se adjudicaba erróneamente la autoría del famoso cuerpo de escritos teológicos de raigambre neoplatónica -el Corpus Areopagiticum– que tan importante influencia tendría en el desarrollo del pensamiento eclesiástico y en la mística cristiana. A las obras de este Pseudo Dionisio, que viviera supuestamente en el siglo V en Siria o en Egipto, me he referido en otros artículos. Sin embargo, ya desde el siglo VIII se atesoraba en el lugar un manuscrito del Corpus Areopagiticum, que el mismo papa había regalado al rey de los francos Pipino el Breve, en el convencimiento de que el Dionisio cuyos restos allí reposaban eran los del personaje bíblico y que este era el autor de los afamados libros.
Rosetón de la fachada (www.viajeuniversal.com)
El hecho es que el pensamiento del Pseudo Dionisio Areopagita convenció e inspiró de tal manera a Suger que se decidió a convertir la imagen jerárquica (recuérdense los escritos de aquél sobre las jerarquías angélicas y la jerarquía eclesiástica), pero unitaria del mundo visible y del invisible propia del autor, en doctrina estética aplicable a la arquitectura y al arte eclesiástico en general. Unos párrafos admirables dedica Duby a sintetizar ese fundamento doctrinario:
Dios es luz. De esa luz inicial, increada y creadora, participan todas las criaturas. Cada una de ellas recibe y transmite la iluminación divina según su capacidad, es decir, según el rango que cada uno ocupa en la escala de los seres, según el nivel en que ha sido situado jerárquicamente por el pensamiento de Dios. Originado en una irradiación, el universo es una corriente luminosa que desciende en cascadas, y la luz que emana del Ser supremo coloca a cada uno de los seres creados en un sitio inmutable. Pero la luz todo lo une. Vínculo de amor, irriga el mundo entero, lo instala en el orden y en la cohesión, y puesto que todos los objetos reflejan más o menos la luz, esta irradiación, gracias a una cadena continua de reflejos, suscita, desde las profundidades de las tinieblas, un movimiento inverso, movimiento de reflexión hacia un foco de irradiación.
De este modo, el acto luminoso de la creación instituye por sí mismo un acceso progresivo de grado en grado hacia el Ser invisible e inefable del que todo procede. Todo se reencuentra en él gracias a las cosas visibles que a medida que ascienden en la jerarquía reflejan cada vez mejor su luz. Es así como lo creado conduce a lo increado por una escala de analogías y de concordias. Elucidarlas una tras otra significa avanzar en el conocimiento de Dios. Luz absoluta, Dios está más o menos oculto en cada criatura, según esta sea más o menos refractaria a su iluminación; pero cada criatura lo descubre a su manera puesto que libera, ante quien la observe con amor, la parte de luz que contiene en sí.
Tal es la concepción filosófica y teológica en que se afirma el nuevo arte, el gótico que nace en Saint-Denis, la abadía de Suger. Arte de claridad y de irradiación progresivas, dice Duby. Arte de luz.
Tímpano y dintel del pórtico central
Para confirmar esta concepción he aquí la dedicatoria que compuso Suger para el pórtico de Saint-Denis. De ella nos da Georges Duby una versión comentada:
Lo que irradia aquí en el interior -comprendamos bien; en el interior del edificio, en el corazón del hombre, en el corazón de Dios- la puerta dorada os lo presagia -el arte, hay que repetirlo siempre, anticipa las realidades esenciales que se revelarán al espíritu humano cuando se franquee aquel pasaje que es la muerte, que son la resurrección y la apertura del cielo en el último día-: gracias a la belleza sensible el alma se eleva a la verdadera belleza y de la tierra en que yacía sumergida, resucita al cielo gracias a la claridad de estos esplendores. Se puede afirmar con certeza: el arte del siglo XI contribuye a revelar el rostro de Dios. Ilumina. Pretende ofrecer al hombre un medio seguro para resucitar a la verdadera luz.
Se iniciaron los trabajos por la parte occidental y reemplazando la fachada carolingia con su único pórtico por tres grandes portales separados por sólidos contrafuertes y agregando un gran rosetón en lo alto. De la obra escultórica anexa a las entradas mucho se ha perdido.
Y es cierto que esta primera vista no ostenta el brillo de las posteriores catedrales góticas, como la de Chartres o la de Notre Dame de Paris. Veamos lo que al respecto comenta Georges Duby:
Constituye esta fachada el primer grado, la etapa inicial del camino hacia la luz. Además, pretende ofrecer, a la entrada del monasterio real, una imagen de autoridad, de soberanía, es decir, una silueta militar, ya que todo poder se apoyaba entonces en las armas y el rey, por esencia, era ante todo un jefe guerrero… . La luz del ocaso penetra en el interior del edificio por el hueco de los tres portales. Por encima de ellos irradia un rosetón, el primero que se abrió en el lado occidental de una iglesia y que iluminaba las tres capillas altas, consagradas a las jerarquías celestes, a la Virgen, a san Miguel… Todos los elementos que constituirán las fachadas de las catedrales futuras nacen también de la teología de Suger.
Cabecera del templo – Coro
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Finalizados los trabajos de este sector, Suger se propuso la remodelación del otro extremo de la iglesia, el oriental. Allí diseñó un coro que debería ser invadido por la luz. Suprimió los muros carolingios e impulsó a los maestros de obras a explotar todos los recursos arquitectónicos con el objeto de potenciar los efectos luminosos, justo en el sector del templo en el que debían producirse «los más deslumbrantes contactos con Dios.» Allí se edificó también «una secuencia de capillas dispuestas en semicírculo, en virtud de la cual toda la iglesia resplandecía gracias a la maravillosa luz ininterrumpida, que se extendía desde las más luminosas ventanas». Modificó también la estructura de las bóvedas, abrió huecos, sustituyó por pilares los muros de separación y dio de este modo forma a un sueño: unificar la ceremonia religiosa por medio de la cohesión ofrecida por la luz.
La nueva estructura fue concluida y consagrada el 11 de junio de 1144, en presencia del rey Luis VII. El día de la solemne consagración del coro, «la misa fue realizada en un clima de fiesta tal, de manera tan cercana y tan alegre, que los deliciosos cantos, por su concordancia y por su armoniosa unidad, componían una especie de sinfonía más angelical que humana».
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Si bien la remodelación del sector intermedio de la iglesia no llegó a ser concluida, pues Suger «no tuvo tiempo de edificar entre el pórtico y el coro la nave que los hubiera unido», el laborioso abad dejó asentada, a juicio de Duby, la futura estructura, pues las modificaciones que introdujo partían del supuesto de un espacio sin discontinuidad dotado de unidad interna. Así, pues, la concepción global de Suger serviría de prototipo importantísimo a la arquitectura gótica posterior. Por algo se menciona a esta iglesia como el primer edificio construido de acuerdo con el nuevo estilo, sin duda opuesto a la austeridad del románico entonces prevaleciente, pues pretende ser a la vez que una esplendorosa ofrenda de alabanza a la divinidad, un recurso también para fortalecer la fe de los fieles mediante el lujo arquitectónico, la rica ornamentación y el acceso de la luz que invade al conjunto por sus generosos rosetones y vidrieras. Esa luz que, según la concepción del abate, aparte de figurar el descenso de Dios hasta los hombres, permite a estos acceder a una especie de anticipo del reino de los cielos.
Habría que esperar hasta el siglo siguiente, durante el reinado de Luis IX, san Luis de Francia, para ver construida la parte intermedia, entre los pies de la iglesia y su cabecera. Es la época del gótico radiante, promovido por este gobernante. Se acentúa con estos cambios la impresionante verticalidad interior del edificio y la transparencia de los muros que parecen estar sostenidos por arte de magia. Es aquella la época en que aparecen los arbotantes como medio exterior de sustentación.
Y hasta aquí esta sucinta reseña.
Como conclusión dos recomendaciones. Primera, encarezco la lectura de este libro, que procura un gran deleite con su amenísima visión de una época de la que se predican tinieblas. No sé si más o menos que las de cualquiera otra edad, por ejemplo, la nuestra, que suele serlo bastante, por más que se acicale y se esfuerce por ocultar sus espantos. Lo que sí es cierto es que la Edad Media ha sido con frecuencia oscuramente comprendida. Segunda, para quien quiera más detalle en relación con el arte arquitectónico de Saint-Denis, he aquí un sitio al cual dirigirse: luismatemoreno.blogspot.com.
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Tendría que pensar también en un artículo sobre la importancia de la música en esos tiempos. Duby escribe sobre la materia unas páginas tan inspiradas como las que dedica al nacimiento del arte gótico en el siglo XII.
Dios es un ser armónico. Insufló un alma viva en el hombre a su propia imagen y dispuso las estrellas en una bella armonía, ordenando sus trayectorias, movimientos e influencias. Así, el hombre, que es un ser constituido por Dios a su imagen, esto es, que se halla armónicamente constituido, pudo descubrir y cultivar la música. Si el hombre posee es capaz de cultivar este arte -el arte de la armonía musical- y estos dones -los de la especulación y la creación, la interpretación y la escucha de la música- es porque proceden de Dios. Pero para que el cultivo del arte musical sea el que Dios espera del hombre, debe este permanecer atento a la disposición de las estrellas en el firmamento, pues sus variadas figuras, conjunciones y medidas conforman una armonía -la armonía de las esferas- más próxima que el hombre a la música suprema, la que cantan los coros angélicos. Andreas Werckmeister (1645-1706)
El cosmos según las Crónicas de Nürenberg (1493)
Pero no solo debe atender el hombre a la armonía de las esferas. El rastro de aquellas armonías, la huella de la suprema Armonía, se encuentra por doquier. Pues
En todas las cosas reposa una canción (Schläft ein Lied in allen Dingen) Joseph von Eichendorff (1788-1857)
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Sigo divagando en torno a las relaciones entre las armonías sublunares, las cósmicas y las divinas. Entre la música humana e instrumental, la música de las esferas y la música que los ángeles cantan en torno a Dios. Una manera perdida de ver el mundo se manifiesta en estas ideas, teñidas de misticismo, de visión esotérica, es decir, de misterio. Un modo en que la astronomía, la cosmología, las matemáticas y la música se dan la mano para encantar al mundo, Para llenarlo de poesía. Para intuir imaginativa e intelectualmente una profunda verdad.
Nicolás de Oresme – Libro del cielo y del mundo (1377) – En esta imagen las esferas no se ubican en torno a la Tierra sino en torno a Dios. La esfera inmediata a Dios es la de las estrellas fijas. La más externa, la de la Luna
La verdad, ciertamente, se hallá más allá de las figuras de esferas superpuestas y de divinas periferias que hemos visto representadas en las obras de tantos autores medievales y renacentistas, e incluso en las de algunos modernos. Hace mal quien se toma las ilustraciones gráficas al pie de la letra. Más bien es preciso atender a ellas como símbolos, esto es, como apariencias visibles y entendibles de realidades invisibles e ininteligibles. Es preciso ser también comprensivos con la imperfección de esos esfuerzos. ¿Cómo hacer visible la tremenda pequeñez del hombre y de la Tierra si a ellos en cambio los visualizamos como centro de la creación? ¿Cómo no errar al imaginar a Dios como periferia sin al mismo tiempo poder representarlo como centro de todo lo creado?
Al margen de todo ello, la verdad es que a mí, como a la generalidad de las personas de temperamento platónico, neoplatónico, plotínico, aeropagítico o místico, la conmovedora ingenuidad de estas ilustraciones nos alcanza con mucha fuerza. Nos insinúa lo que se esconde en el misterio del mundo. Si, además de neoplatónicos y afectos a la espiritualidad mística, somos amantes de la música, nos dirán también de las armonías naturales como reflejo de las divinas y de la música como instrumento para que el hombre se adentre en el ámbito espiritual de las esferas.
Lo dice Antoine Fabre d’Olivet (1767-1825):
Elevada a su más alto grado de perfección, formando una especie de vínculo analógico entre lo visible y lo inteligible, la música representa un medio sencillo de comunicación entre ambos mundos. Fue un lenguaje intelectual el aplicado a las abstracciones metafísicas, y gracias a ellas fueron conocidas las leyes armónicas.
De Dios nada se puede afirmar, del Uno que todo lo trasciende, de aquel a quien no se puede ver ni nombrar. Pues se halla muy por encima de toda palabra, pensamiento o atributo que quisiera asignarle la razón. Sólo es posible conocerlo mediante la docta ignorancia o el saber no sabiendo propio de los místicos; sólo se lo puede hallar en la nube del desconocimiento. Si alguno, viendo a Dios, comprende lo que ve – afirma Dionisio Areopagita, quien tomó esta doctrina de los filósofos neoplatónicos – no es a Dios a quien ha visto, sino algo cognoscible de su entorno.
Él sobrepasa todo ser y conocer.
Pues Dios es inaccesible, inefable, indescriptible, inconmensurable, infinito. Dios es, pues, lo del todo distinto, lo Otro. En relación con el ser de las cosas del espacio y del tiempo , de los entes accesibles a nuestros sentidos y a nuestra inteligencia, Dios es la Nada. La idea es heredada por muchos místicos cristianos, Eckhart y San Juan de la Cruz, entre muchos otros.
Un poeta persa, Rumi, expresa esta idea a través de los labios de un hombre privado de fortuna, casi un mendigo. El cuento tiene el encanto de la paradoja con que frecuentemente se expresan las cosas importantes. Dice más o menos así:
Se celebra un gran banquete en el palacio real. Mientras se aguarda la llegada del rey, cada uno de los invitados se instala en el lugar apropiado a su rango. El mayordomo vigila que cada cual quede ubicado en el lugar que le corresponde. De pronto ingresa un hombre en la sala un hombre de lo más humilde, de pobrísima vestimenta, y se sienta en el sitio más importante.
Horrorizado por su desfachatez, se acerca a él el mayordomo: -¿Eres acaso un visir? -Mucho más que un visir, replica el desconocido. -¿Entonces, un primer ministro? -Mi rango es muy superior. -¿Acaso pretendes ser el rey, tú pobre desventurado? -Estoy por encima de él. -¿Estás loco que pretendes ser un profeta? -Soy más que un profeta. -¿No me digas que estás del todo enajenado y te crees Dios? -Yo estoy sobre Dios. -Sobre Dios sólo está la nada. -Esa nada soy yo, le responde el mendigo, que es un sufi a no dudarlo, un místico consciente de su unión con la divinidad.
Este cuento no dice sólo acerca de la naturaleza inefable de Dios sino que también acerca de la esencia divina del hombre, que para traerla a la luz solo sabe de un camino: el del anonadamiento.
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Un enorme complemento: una excelente selección de música clásica persa basada en los versos de dos grandes poetas místicos de esa cultura: Rumi (1207-1273) y Hafiz (1325-1389). La excelente interpretación es de Mohammed Reza Lofti y Mohammed Ghavi-Helm. La grabación es de Kereshmeh Records (1996).
Música para la meditación y la elevación espiritual.
El siglo XII es un siglo casi milagroso. Uno de los fundamentos de tal milagro se encuentra en la alianza del cristianismo con las doctrinas del neoplatonismo, que hicieron a las gentes ilustradas de la época especialmente susceptibles a las armonías del universo. Uno de los centros del consiguiente movimiento espiritual estuvo en la ciudad de Chartres, a unos cien kilómetros al sudeste de París. Él fue capaz de idear un completo sistema metafísico y una piedad religiosa cuyos resultados siguen constituyendo un modelo inigualado de civilización cristiana.
El Cordero, los ángeles y los cuatro vivientes, con los santos y los elegidos – Apocalipsis de la Reina María (British Library)
Entre las personalidades que hay que destacar como cimentadoras de tal realidad está ciertamente la de Juan Escoto Erígena (815-877), que difundió entre los europeos doctos de la Edad Media las ideas de Dionisio Areopagita -actualmente conocido como el Pseudo Dionisio, para dejar sentado que no se trata del personaje homónimo mencionado en el Libro de los Hechos de los Apóstoles (17,34). Las obras de este autor, probablemente un teólogo bizantino del siglo V o del VI marcado a fuego por las ideas neoplatónicas, dejaría su huella en el pensamiento, en la cultura y en el arte medieval y tendría una particular importancia en la mística, pareciera que no solamente en la cristiana. Pues también la obra del Pseudo Dionisio habría llegado a los medios musulmanes y judíos de la temprana Edad Media. Cabalistas y sufíes la habrían recibido.
Catedral de Chartres, rosetón norte
Quisiera poner esto en contexto con lo que he dicho en otros artículos recientes de este blog acerca de las relaciones entre la música terrenal y la música de los mundos superiores, (V. Música de las esferas, Casa de Dios y Puerta del Cielo, El ascenso del alma, Música ¿ciencia o arte?) para reflexionar acerca de la relación existente entre los conceptos teológicos, cosmológicos y metafísicos propios de la humanidad del Medioevo europeo y el espíritu que impregna a la generalidad de las soberbias obras culturales de esa época. No solamente a las musicales.
Hay que recordar, por ejemplo, que de la obra del Pseudo Dionisio Areopagita proviene la idea de los órdenes angélicos con sus tres coros ordenados en nueve jerarquías (serafines, querubines, tronos; dominaciones, virtudes, potestades; principados, arcángeles y ángeles), imaginados todos ellos como celestes conjuntos musicales que, reunidos conforme a una armonía perfecta y a una áurea proporción, cantan su alabanza al Creador en un eterno Te Deum. Se comprende entonces que Hildegarda de Bingen, a mediados del siglo XII, haya visto a los nueve órdenes de ángeles cantando indescriptibles cantos de alabanza.
La pregunta es entonces: ¿No revelan acaso las imágenes que aquí muestro, manuscritos, vidrieras, portales y sagradas geometrías, algo parecido; un afán de reconocimiento de la maravillosa arquitectura del universo, de su belleza natural, y un inspiradísimo empeño de agradecer al Creador con unas creaciones humanas dignas de tal fin?
Catedral de Chartres, construida entre el siglo XII y el XIII – transepto sur, portal central, tímpano
Juan Escoto, en armonía con el pensamiento de Dionisio Areopagita, define a la música como «una disciplina que gracias a la luz de la razón recibe la armonía de todas las cosas que, en virtud de las proporciones naturales, están en un movimiento cognoscible». Tal armonía no es precisamente la música de los coros celestiales, sino la del cosmos, la de las esferas, y preferentemente de aquella región, situada entre la Luna y las estrellas fijas, que en su opinión es «la más serena, y está siempre en eterno silencio, salvo por la armónica sinfonía de los planetas», que sobrepasa todo lo conocido sobre la tierra.
La música de los hombres es un receptáculo de la armonía universal. Pero, además, le parece un símbolo de la reconciliación de los contrarios a partir de los cuales fue creado el universo y que siguen conviviendo en él. A lo que no cabe sino afirmar que, en efecto, pareciera indiscutible que la música es un ejemplo más de armonía universal. Y también que los elementos aparentemente inconciliables se dan en ella la mano para dar origen a una armonía conjunta, a una sin-fonía.
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La música, como ciencia y como arte, es incluso más que eso. Mejor dicho, puede serlo. Sí, la música compuesta, interpretada y escuchada por los hombres, siempre que estos cuiden de hacer honor a su digna descendencia de las Musas, es para mí un intento de aproximación y de imitación. Pero su intento no tiene solamente como ideal la música de las esferas. Es que quisiera acercarse a la armonía impenetrable que sustenta al universo entero. A la música de los coros angélicos.
Pero insisto en preguntar: ¿son acaso esos intentos de reconciliación, esos simbolismos de armonía universal, esos intentos de acercamiento a la suprema armonía, algo exclusivo de la música medieval?
Catedral de Chartres – Geometría sagrada, proporción áureas, música de las esferas
Un antecedente para la respuesta que se impone: «las catedrales góticas y románicas -afirma Joscelyn Godwin en La cadena áurea de Orfeo– fueron contempladas como imágenes de la Jerusalén Celestial, o en el nivel complementario ‘pitagórico’, manifiesto en la Catedral de Chartres y sus sucesoras, como encarnación de la inteligencia matemática, de acuerdo con la cual incluso las ciudades celestiales han de estar construidas».
Los ejemplos en otras áreas del quehacer humano se multiplican. Y fácilmente se llega a la conclusión de que es propia del espíritu de la época la especial sensibilidad para captar tales armonías y sus efectos en las distintas áreas del conocimiento, como también la enorme energía necesaria para transformar tales armonías en obra visible, hecha palabra, piedra, color y sonido. Y que el intento aquel de alcanzar la más sublime de las armonías se reflejó no solamente en la música sino que también en la arquitectura, en la poesía, en la pintura, en la escultura, y en fin, en todos las obras que definen ae ese mundo.
No solo el arte, sino también las ciencias, todo el trivium y el quadrivium, la espiritualidad y la disciplina religiosa, la cultura en su conjunto, sin perjuicio de la humana deficiencia propia de toda edad, habría sido en aquélla como un intento por reconocer y simbolizar la armonía inefable del más allá, por reflejarla, por imitarla y por agradecerla.
Porque ésta es la visión y conocimiento verdaderos: alabar sobrenaturalmente al Supraesencial renunciando a todas las cosas. Como los escultores esculpen las estatuas. Quitan todo aquello que a modo de envoltura impide ver claramente la forma encubierta. Basta este simple despojo para que se manifieste la oculta y genuina belleza … Quitamos todo aquello que impide conocer desnudamente al Incognoscible, conocido solamente a través de las cosas que lo envuelven.’ Pseudo Dionisio Areopagita, La Teología Mística
Antes de entrar propiamente en materia, quisiera decirles que acerca del motivo del escultor que cincela el mármol para hallar la obra de arte escondida, ya he tratado en entradas anteriores. Así, pues, les ofrezco el enlace para acceder a ellas.
Dicho lo cual les recuerdo que en el capítulo 17 del libro de los Hechos de los Apóstoles se dice de la estancia de Pablo de Tarso en Atenas y de los discursos que dirigía a los habitantes de la ciudad, centro cultural del mundo helénico, con el objeto de abrirles los ojos al mensaje de Jesús de Nazaret. Según la narración, una de las doctrinas cristianas que a los griegos resultaba especialmente difícil de entender era de la de la resurrección de los muertos, tanto así que muchos se habrían burlado por tal motivo de la prédica paulina.
Con todo, algunos atenienses se manifestaron favorables al cristianismo. Entre ellos, un tal Dionisio Areopagita (Hch 17, 34). De este personaje, se dice también que su fe estaba relacionada con la circunstancia de que, años antes, encontrándose en Egipto, donde proseguía los estudios que había comenzado en Atenas, había advertido el eclipse solar acontecido a la muerte de Jesús. .
Antoine Caron – Dionisio Areopagita y el eclipse de sol (Museo Getty. Los Ángeles).
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Fueron atribuidas, durante mucho tiempo, a este Dionisio Areopagita varias obras teológicas de enorme interés y de gran influencia en el pensamiento cristiano posterior: tales son los libros titulados Los nombres de Dios, la Jerarquía Celeste, la Jerarquía Eclesiástica y la Teología Mística, que integran, junto con otros escritos menores, el llamado Corpus Dionisiacum. Son obras en que la doctrina cristiana es entendida a la luz del pensamiento idealista de Platón y del neoplatonismo posterior. Durante casi un milenio, estos libros fueron considerados doctrina revelada, nada menos que a un discípulo de Pablo el Apóstol, pocos años después de la muerte de Jesús.
La investigación histórica parece haber demostrado, sin embargo, que el Corpus Dionisiacum fue compuesto con fecha bastante posterior, probablemente en el curso de los siglos IV o V, por un monje del ámbito bizantino, tal vez sirio o alejandrino, muy influenciado por las sublimes enseñanzas de Ammonio Saccas, de Plotino y sobre todo de Proclo, uno de los últimos filósofos neoplatónicos. Hoy día es frecuentemente mencionado como el Pseudo Dionisio Areopagita, para enfatizar la necesidad de no confundirlo con el Dionisio del libro de los Hechos de los Apóstoles.
Uno de los aspectos que enfatiza la doctrina teológica y mística de Dionisio se relaciona con la imposibilidad de revestir a Dios de atributos humanos, por lo cual no es posible hablar de Él por la afirmación de lo que es sino más bien por la negación, por lo que no es. Su absoluta trascendencia lo hace inalcanzable a los sentidos y a la mente humana, incapaz de compararlo a cosa alguna, ni de atribuirle semejanza o desemejanza con ningún fenómeno humano o terrenal. Esta doctrina, que Dionisio hereda de Platón y de Plotino por vía de Proclo, habría de ejercer una gran influencia en la mística cristiana -la de Eckhart, por ejemplo, o de San Juan de la Cruz-, y se puede encontrar también su huella en los escritos místicos vinculados a otras religiones, por ejemplo, en el sufismo musulmán y en la mística judía. . .
La única posibilidad de acercamiento a las luminosas tinieblas de la divinidad se halla, según Dionisio, en la total humildad, en el despojo evangélico de toda posesión y afición y en la convicción de la insuficiencia de la visión humana, además por cierto de la creencia en la hermandad con el Señor Jesús y en la fidelidad a su enseñanza de caridad y de misericordiosa.
Dios es la Supraesencia, la Causa Primera. ¿Qué nos dice de ella Dionisio el Pseudo Areopagita? Su lenguaje tiene el estilo sublime y paradojal que será también el de una buena parte de la mística cristiana posterior. Toda palabra se hace insuficiente ante la trascendencia divina, a la vez simple y despojada de limitación. La suerte de perplejidad de quien escribe se traspasa al lector, que intenta comprender:
‘Esta Causa no es alma ni inteligencia; no tiene imaginación, ni expresión, ni razón de entendimiento. No es palabra por sí misma … ‘No podemos hablar de ella ni entenderla. No es número ni orden ni magnitud ni pequeñez, ni igualdad ni semejanza ni desemejanza. No es móvil ni inmóvil, ni descansa. No tiene potencia ni es poder. No es luz, ni vive ni es vida. No es sustancia ni eternidad ni tiempo. No puede el entendimiento comprenderla, pues no es conocimiento ni verdad. No es reino, ni sabiduría, ni uno, ni unidad. No es divinidad, ni bondad, ni espíritu en el sentido que nosotros lo entendemos. No es filiación ni paternidad ni nada que nadie ni nosotros conozcamos. No es ninguna de las cosas que son ni de las que no son. Nadie la conoce tal cual es … Y toda negación se queda corta ante la trascendencia de quien es absolutamente simple y despojado de toda limitación. Nada puede alcanzarlo.’ (Teología Mística, capítulo 5).
Más allá de toda luz, de todo conocimiento, afirma Dionisio, ‘los misterios de la Palabra de Dios son simples, absolutos, inmutables en las tinieblas más que luminosas del silencio que muestra los secretos. En medio de las más negras tinieblas, fulgurantes de luz ellos desbordan. Absolutamente intangibles e invisibles, los misterios de hermosísimos fulgores inundan nuestras mentes deslumbradas’ (idem, capítulo 1).
Aquí describe con acierto lo que es el éxtasis místico. . . Recomienda, por lo tanto, a su amigo Timoteo, el único camino que procura cierta, segura más siempre indefinible cercanía:
‘Renuncia a los sentidos, a las operaciones intelectuales, a todo lo sensible y a lo inteligible. Despójate de todas las cosas que son y aun de las que no son. Deja de lado tu entender y esfuérzate por subir lo más que puedas hasta unirte con aquel que está más allá de todo ser y de todo saber. Porque por el libre, absoluto y puro apartamiento de ti mismo y de todas las cosas, arrojándolo todo y del todo, serás elevado espiritualmente hasta el divino Rayo de tinieblas de la divina Supraesencia,
‘… la misericordiosa Causa de todas las cosas’, que es ‘elocuente y silenciosa , en realidad callada. No hay en ella palabra ni razón, pues es supraesencial a todo ser. Verdaderamente se manifiesta sin velos, sólo a aquellos que dejan a un lado ritualismos de cosas impuras … y se abisman en las Tinieblas donde, como dice la Escritura, tiene realmente su morada aquel que está más allá de todo ser.’ (Ibidem).
Algo así como la ‘noche oscura’ a que aluden con frecuencia los grandes místicos. . . Y eleva su oración para obtener la gracia y la fuerza necesaria para perseverar en la renuncia que hará posible al hombre acercarse a la ‘luminosa oscuridad’ de Dios:
‘¡Que podamos también nosotros penetrar en esta más que luminosa oscuridad! ¡Renunciemos a toda visión y conocimiento para ver y conocer lo invisible e incognoscible: a Aquel que está más allá de toda visión y conocimiento! Porque ésta es la visión y conocimiento verdaderos: alabar sobrenaturalmente al Supraesencial renunciando a todas las cosas. Como los escultores esculpen las estatuas. Quitan todo aquello que a modo de envoltura impide ver claramente la forma encubierta. Basta este simple despojo para que se manifieste la oculta y genuina belleza … Quitamos todo aquello que impide conocer desnudamente al Incognoscible, conocido solamente a través de las cosas que lo envuelven.’ (Teología Mística, capítulo 2).
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En artículos recientes hemos dicho de ciencia y de mística. He comentado las reflexiones de algunos de los más grandes científicos del siglo XX acerca de la forma de pensar de los místicos y de sus frutos intelectuales, de las intuiciones surgidas de las profundidades de la mente -consciente e inconsciente- de sabios como Dionisio. Conocedores de los grandes escritos producidos por el pensamiento místico, los estudiaron con mucha detención con el objeto de indagar en la posibilidad de encontrar en estas formas de razonar una ayuda capaz de auxiliar a la ciencia en su tal vez interminable búsqueda.
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Las tres imágenes intercaladas corresponden a ilustraciones de uno de los libros visionarios –Scivias-de Santa Hildegarda de Bingen (1098-1179), recientemente proclamada por el papa Benedicto doctora de la Iglesia. .
De Dios nada se podría afirmar, del Uno que todo lo trasciende, de aquel a quien no se puede ver ni nombrar. Pues estaría muy por encima de toda palabra, pensamiento o atributo que quisiera asignarle la razón. Sólo se lo podría conocer mediante la docta ignorancia o el saber no sabiendo propio de los místicos; sólo se lo podría hallar en la nube del desconocimiento. Si alguno, viendo a Dios, comprende lo que ve – afirma Dionisio Areopagita, quien tomó esta doctrina de los filósofos neoplatónicos – no es a Dios a quien ha visto, sino algo cognoscible de su entorno.
Él sobrepasa todo ser y conocer.
Pues Dios es inaccesible, inefable, indescriptible, inconmensurable, infinito. Dios sería, pues, lo del todo distinto, lo Otro. En relación con el ser de las cosas del espacio y del tiempo , de los entes accesibles a nuestros sentidos y a nuestra inteligencia, Dios sería la Nada. La idea es heredada por muchos místicos cristianos, Eckhart y San Juan de la Cruz, entre muchos otros.
Un poeta persa, Rumi, expresa esta idea a través de los labios de un hombre privado de fortuna, casi un mendigo. El cuento tiene el encanto de la paradoja con que frecuentemente se expresan las cosas importantes. Dice más o menos así:
Se celebra un gran banquete en el palacio real. Mientras se aguarda la llegada del rey, cada uno de los invitados se instala en el lugar apropiado a su rango. El mayordomo vigila que cada cual quede ubicado en el lugar que le corresponde. De pronto ingresa un hombre en la sala un hombre de lo más humilde, de pobrísima vestimenta, y se sienta en el sitio más importante. Horrorizado por su desfachatez, se acerca a él el mayordomo: -¿Eres acaso un visir? -Mucho más que un visir, replica el desconocido. -¿Entonces, un primer ministro? -Mi rango es muy superior. -¿Acaso pretendes ser el rey, tú pobre desventurado? -Estoy por encima de él. -¿Estás loco que pretendes ser un profeta? -Soy más que un profeta. -¿No me digas que estás del todo enajenado y te crees Dios? -Yo estoy sobre Dios. -Sobre Dios sólo está la nada. -Esa nada soy yo, le responde el mendigo, que es un sufi a no dudarlo, un místico consciente de su unión con la divinidad.
Este cuento no dice sólo acerca de la naturaleza de Dios sino que también acerca de la esencia divina del hombre. .