El deber más urgente

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Ester Gurevich – Ilustración para Pirkei Avot – פרקי אבות‎ – Máximas de los Maestros

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El deber más urgente de cada ser humano no se limita a imitar lo que otro, aunque fuere el más grande, ha realizado, sino que consiste en actualizar sus propias potencialidades, únicas, sin precedentes e irrepetibles. 


Martin Buber

 

© 2014
Lino Althaner

Imagine

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El hombre se habría salvado.
Moro o cristiano.
Judío o palestino.
Sería la hora del Mesías.
Por fin respiraríamos tranquilos.

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© 2014
Lino Althaner

In your still eyes

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In Your Still Eyes

in your still eyes
wide with terror
i see you
seized with fear
i see innocence
amidst confusion
i see the question
that they can’t answer
: why?

in your still eyes
i see your mother
near hysteria
screaming your name
over and over
i see her weeping
like a willow tree
sobbing
uncontrollably
her eyes pleading
begging silently
wake up baby
it’s mommy

in your still eyes
i see your father
rooted to the ground
unable
to make a sound
i see him
a complete wreck
mourning the child
he could not protect
but how he tried
God knows he tried

i see tears
of pure agony
as he rains kisses
on your lifeless body
i see his anger
i feel his pain
i hear him whisper
again and again
please baby
wake up for daddy
i bought a toy
for my little boy

in your still eyes
and hundreds like you
i see faith
unfaltered
i see strength
undefeated
for your eyes
they may be still
but you
my little one
are made of steel

in your still eyes
amidst the destruction
i see resistance
i see dignity
i see your people
standing tall
behind those walls

in your still eyes
i see you running
with arms wide open
in His garden
i see you smiling
i hear you laughing
your beautiful soul
finally free
for eternity

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Just a poem, just a heart that beats, just a sound that whispers terror, blood and tears in vain.

© 2014
Lino Althaner

Souvenir de Simone Weil (1909-1943)

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Dieu ne peut être present dans la création que sous la forme de l’absence.

Ce monde en tant que tout à fait vide de Dieu est Dieu lui-même… C’est pourquoi toute consolation dans le malheur éloigne de l’amour et de la verité. C’est là le mystère des mystères. Quand on le touche, on est en sécurité.

Rien de ce qui existe n’est absolutement digne d’amour. Il faut donc aimer ce qui n’existe pas.
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Joven judío francesa enamorada de Jesús de Nazaret

Joven judío-francesa enamorada de Jesús de Nazaret

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Dios sólo puede estar presente en la creación en forma de ausencia.

En cuanto totalmente vacío de Dios, este mundo es Dios mismo… Por esa razón, cualquier consuelo en la desgracia aleja del amor y de la verdad. Ahí está el misterio de todos los misterios. Una vez que se le alcanza, se encuentra uno seguro.

Nada de lo que existe es absolutamente digno de amor. Por tanto, hay que amar aquello que no existe.
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Simone Weil

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Ce monde est la porte fermée. C’est une barrière. Et, en même temps, c’est le passage.

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Este mundo es la puerta cerrada. Es una barrera. Y, al mismo tiempo, es el paso.
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SimoneWeilA28Plaque

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L’image de la raison rend les choses transparentes à l’esprit. Mais on ne voit pas le transparente…  On voit ou les poussières sur la vitre, ou le paysage derrière la vitre, mais jamais la vitre elle-même. Nettoyer la poussière ne sert qu’ à voir le paysage. La raison ne doit exercer sa onction que pour parvenir aux vrais mystères, aux vrais indémontrables qui sont le réel. L’ncompris cache l’incomprehensible, et pour ce motif doit être eliminé.

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La imagen de la razón hace las cosas transparentes al espíritu. Pero a lo transparente no se lo ve…  Se ve el polvo sobre el vidrio o el paisaje detrás del vidrio, pero nunca el vidrio en sí mismo. Limpiar el polvo no sirve sino para ver el paisaje. La razón no debe dar su unción sino para alcanzar a los verdaderos misterios, los misterios indemonstrables que son lo real. Lo incomprendido oculta lo incomprensible, y debe por lo tanto ser eliminado.

© 2014
Lino Althaner

La inescrutabilidad de los designios divinos (Guía de Perplejos 5)

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Sigo reseñando y comentando pasajes de la obra «Guía de perplejos», del filósofo judío nacido en España Rabí Moshe ben Maimon. En la entrada anterior de esta serie comenzaba a referirme a las ideas del autor sobre la divina Providencia.
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La letra hebrea Ayin - símbolo cabalístico de la Providencia divina

La letra hebrea Ayin – símbolo cabalístico de la Providencia divina

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Maimónides dice fundamentar su opinión sobre la Providencia divina en la Torá -el Pentateuco mosaico- y en los Libros proféticos. Se hallaría allí expresada una doctrina más verosímil, a su entender, que las demás que se disputan la verdad en esta materia.

Afirma que en el mundo sublunar todo está sometido al azar, con la sola excepción de los individuos de la especie humana, sobre los cuales vela la Providencia divina. Ello es así, según Rabí Moisés, porque la Providencia está ligada a los seres dotados, en virtud de una divina efusión, de la inteligencia. Sobre estos, los hombres en tanto seres inteligentes, sobrevuela la Providencia, que ponderaría permanentemente todos sus actos con vistas a su premio o castigo.

Sin embargo, no todos los seres humanos se vinculan a la Providencia del mismo modo. Cuanto mayor sea su perfección, cuanto mayor su cercanía a Dios, tanto más positiva resultará en él la acción de la divina Providencia; tanto más se manifestará, en su vida, la semejanza suya con el divino intelecto. La Providencia vela sobre cada individuo según  su mérito.
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«De esta consideración se sigue -afirma Maimónides- que la Providencia velará sobre los profetas con especial solicitud y conforme al grado que en la profecía ocupen; igualmente, sobre los piadosos y los buenos, conforme a su piedad y rectitud…» En cuanto a los ignorantes y pecadores, en cambio, tan alejados del influjo de la divina inteligencia, afirma que «su situación es menospreciable, quedando a la altura de las demás especies animales: ‘Es semejante a las bestias privadas del habla’ (Sal 49, 13-21). Por tal motivo se estimó cosa intrascendente suprimirlos, y hasta de pública utilidad». Aquí nuestro sabio, tan admirado por otros conceptos, se hace eco de ese extremo rigor tan querido por la religión primitiva de los israelitas, más tarde notablemente atemperado, sobre todo a partir de la figura de Jesús de Nazaret.

Con respecto a la alegada notoriedad del bienestar, la tranquilidad y la felicidad de que suelen gozar los malvados, en comparación con el desasosiego y la desgracia que afligen a los bondadosos y a los sabios con alguna frecuencia, la explicación de Maimónides pareciera ser que la tal apariencia contradictoria no sería sino un producto del alcance limitado de las percepciones humanas, que si no son capaces de entender los misterios de la Naturaleza, mucho menos lo serían de acertar en el verdadero significado de los designios divinos.

Aunque a estas alturas deberíamos recordar también lo que se ha dicho en anteriores artículos de este blog acerca del origen del mal y de los tipos de males que afligen a la humanidad (V. «El origen del mal» y «Los tres males de la humanidad«), según lo que Maimónides explica en su «Guía de Perplejos». Entenderíamos entonces que la Providencia divina tiene una necesaria limitación en la imperfección humana, derivada, en opinión de nuestro sabio cordobés, de la circuntancia de estar el ser humano de dotado de materia. Deberíamos comprender que, si el hombre está sometido, sin excepción, a las enfermedades, a los accidentes, a las catástrofes naturales, al sufrimiento y a la muerte, resultaría peligroso para un conocimiento adecuado de la vida sobre la tierra, achacar este tipo de ocurrencias a la intervención providencial.
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salmo-23 hebraico

* Texto hebreo del salmo 23: «El Señor es mi pastor, nada me falta…»

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Los desastres naturales -terremotos, aluviones y huracanes- serían de ocurrencia azarosa. Lo mismo cabría decir de accidentes tales como el desplome de una techumbre sobre los moradores de una casa, el hundimiento de un navío o la avalancha que sepulta en vida a los trabajadores de una mina. Tales acontecimientos están relacionados frecuentemente, por otra parte, lo sabemos por experiencia, con nuestra desmesura en la voluntad y en la acción, como asímismo con nuestra humana imprevisión. No hay que achacarlos entonces, afirma Maimónides, a la voluntad divina. Aunque sí podría corresponder a un designio superior la circunstancia de que determinados individuos se encontraran allí en el momento del siniestro, pues esto último se explicaría «en consonancia con lo que tales personas se habían merecido, conforme a los juicios de Dios, cuyas normas de acción son inaccesibles a nuestra inteligencia». Se trataría en estos casos de unas mezclas de providencia y de azar difícilmente accesibles a nuestra razón.

Otra limitación autoimpuesta de la Providencia divina se encontraría, por cierto, en el hecho de haber dotado Dios al ser humano de libre albedrío, esto es, de la facultad de encaminar su vida conforme a opciones ejercidas en libertad, a permanentes elecciones entre alternativas más o menos buenas. Tendríamos entonces que tener también cuidado en atribuir los males que recíprocamente se infligen los hombres unos a otros, como guerras, persecuciones, discriminaciones y abusos, a intervenciones activas o pasivas de la Providencia. Que tampoco tendría responsabilidad en los males a que los individuos se exponen a sí mismos por su propia desmesura o imprevisión. Que derivan de sus propias opciones malencaminadas.

Sin embargo, si uno se atuviera a lo que las Escrituras del Antiguo Testamento, me refiero a la Torá y a algunos libros históricos, dicen sobre la guerra, podría arribar a una conclusión distinta. Hay que tener presente que, en el Antiguo Testamento, Dios es el Señor de los Ejércitos, cuyos decretos específicos son los causantes de las guerras en que se compromete el pueblo elegido,  los cuales exigen con frecuencia derramientos de sangre inauditos y prohíben toda suerte de clemencia con el enemigo, con sus mujeres, sus ancianos y sus niños.  El camino del pueblo judío a través de los desiertos de Arabia hasta internarse en la Palestina y radicarse definitivamente en la Tierra prometida es, según lo narran crudamente las Escrituras (V. Éxodo, Números, Deuteronomio, Josué) una huella de sangre inocente. Es que el Dios aquel no solamente justifica el genocidio sino que lo hace un instrumento en sus manos, pero solamente cuando se ejerce en contra de quienes se ponen en el camino del pueblo de Israel.

A9A.

Afirmar esto es ciertamente doloroso. Pero parece que es así.

© 2014
Lino Althaner

Maimónides y el Mesías, Jesús de Nazaret

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Conocida de los lectores de este blog es mi intuición de que existe una sabiduría -‘philosophia perennis’, la llamaba Aldous Huxley- que se manifiesta en la forma de creencias, principios y valores que son comunes a todo sentimiento religioso, y en una espiritualidad que se empina por sobre el dogmatismo estrecho que suele caracterizar a las religiones institucionalizadas. Aun cuando son múltiples los lazos que las unen, no siempre hay mucho interés en destacar su importancia: porque, puestos ellos de manifiesto, dejan de tener sentido las divisiones, fundamentadas a veces en aspectos secundarios. En todo caso, el sueño de unir a la humanidad en una espiritualidad que sea capaz de unificar las formas opuestas, sigue siendo válido. Tal vez más válido que nunca en estos días.

Con esa idea en la mente es que he reflexionado en torno a las religiones, pero sobre todo acerca de las tendencias de carácter místico que se revelan tanto en Oriente o en Occidente como dotadas de una fuerza y de una amplitud capaces de aglutinar en vez de dividir. Con ese espíritu he escrito tanto sobre la mística judía como sobre el sufismo de los musulmanes y la espiritualidad cristiana presente en  figuras tan universales como las del Maestro Eckhart, de San Juan de la Cruz y de Santa Teresa de  Ávila. Me he remontado también a las intuiciones del gnosticismo primitivo y, asimismo, por cierto, a los tesoros del el taoismo y el budismo.

Recientemente he estado ocupado en la lectura de Maimónides, el sabio judío, filósofo y maestro de la ley religiosa, nacido en España en el siglo XII y que escribió en árabe su famosa obra «Guía de Perplejos». Un maestro de la interpretación racional, que pone de manifiesto la insuficiencia del lenguaje para representar las cosas de Dios y que descubre la alegoría, la analogía y el espíritu que anima las palabras donde otros se quedan en la pura literalidad. Alguna huella de esos estudios ha quedado impresa en este sitio.

Dibujo por Elhanan Ben-Avraham (http://www.jerusalemperspective.com/8770/art-018) Elhanan Ben-Avraham: José y sus hermanos –    No podría acaso representar también a Jesús y sus discípulos
(http://www.jerusalemperspective.com/8770/art-018)

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Con motivo de tales investigaciones, me he topado con un artículo del estudioso D. Thomas Lancaster que analiza la manifestación de una tendencia judía que no debería parecernos tan extraña: la de considerar a Jesús de Nazaret como el verdadero Mesías. Digo que no me parece extraña por la evidencia de que Jesús de Nazaret era judío de tierra y de religión. Se expresa como judío, lee las Escrituras en las sinagogas  y una buena parte de su legado más preciado se encuentra de alguna manera ligada a enseñanzas ya expresadas, tal vez con menos fuerza, en la Torah, los Profetas y los Escritos, esto es, en los libros del Antiguo Testamento. Solemos olvidar lo que debería servirnos también para iluminar nuestros puntos de vista acerca de la religión judía. También olvidamos que los primeros creyentes en la mesianidad de Jesús se consideraban plenamente judíos.

He traducido dicho artículo del inglés. Se títula ‘¿Qué tienen en común Maimónides y Jesús de Nazaret?’ Se refiere a un rabino que creía en Jesús de Nazaret. Lo he hallado en el sitio First Fruits of Zion y lo pongo a disposición de mis lectores:

«Cuando Rabbi Isaac Lichtenstein, rabino distrital de la ciudad húngara Tapioszele, confesó abiertamente su fe en Jesús de Nazaret como el Mesías (Cristo) prometido, se desató una tormenta. Su hijo mayor, Emanuel Lichtenstein, escribió a su padre una afligida carta en la cual sometía su decisión a una serie de agudos cuestionamientos. Entre las objeciones expresadas por Emanuel a su querido padre estaba la concerniente al rechazo histórico formulado por el judaísmo a Jesús. ¿Porque, si Jesús fuera efectivamente el Mesías, cómo se podía explicar que las grandes luminarias del judaismo tradicional no solamente hubieran desconocido el hecho, sino que se opusieran activamente contra esa posibilidad? El siguiente es un pasaje de la respuesta de Rabbi Lichtenstein a su hijo, traducido al inglés por David Baron en su escrito «Las dos cartas, o Lo que yo opino».

Rabbi Isaac Lichtenstein

Rabbi Isaac Lichtenstein

«Esta es la respuesta de Rabbi Lichtenstein:

«Lejos esté de mí, hijo mío, desafiar ligeramente la voz del pueblo. Generalmente inclino humildemente la cabeza ante las luces de Israel, guardianes incansables de los muros de Sión, que afirman lo divino en la fe, iluminan la razón, perfeccionan los corazones, purifican la moral, y mantienen la verdad pura y no adulterada de la alianza.

«¿Sin embargo, fue la voz de Dios la expresada por el pueblo que rechazó a Jesús de Nazaret, un gran reformador en el ámbito del judaísmo, que no buscaba ciertamente destruir el judaismo, sino más bien renovar el antiguo templo de la religión, para que esta pudiera resistir mejor los huracanes de la historia?

«¿Fue la voz de Dios la que repudió a Moisés ben Maimón (Maimónides), cuyo código religioso se ha mantenido indiscutible por siglos, cuya autoridad es incontrovertida, invencible, y cuyos trece artículos de fe han adquirido el caracter de dogma en todo Israel? ¿Fue la voz de Dios la que se expresó cuando el pueblo persiguió y censuró a Maimónides, lo calificó de herético y de engañoso, de falso maestro, y quemó sus escritos y profanó su tranquila tumba, arrojando sobre ella barro y piedras? E incluso hubo grandes héroes del espíritus, luce excelsas de Israel, tales como Rabbi Abraham ben David, Rabbi Salomo of Montpellier, que excitaron entonces al pueblo a la desconfianza y a la furia.

«¿Fue la voz de Dios la que por medio del pueblo rechazó al mejor y más noble de los hombres, el más profundo talmudista de todos los tiempos, el gran hombre dotado de la visión propia de un águila y de una flexibilidad  intelectual poco usual, fue en verdad la voz de Dios la que anatematizó a Rabbi Jonathan Eibeschutz, de cuya mundialmente famosa escuela salieron miles de jóvenes que luego serían eminentes rabinos, y que todavía brilla en Israel como estrella de primera magnitud? ¿Fue verdaderamente la voz de Dios la que se expresó cuando Eibenschutz fue expulsado de la comunidad de Israel, privado de su oficio de rabino, sospechoso de ser cristiano de manera oculta y denunciado como seductor del pueblo, denostado e indicado con el dedo? E incluso hubo hombres renombrados y famosos, como Rabbi Jecheskiel Landau y Rabbi Jacob Emden, que encendieron contra él el fuego devorador del odio y la discordia y luego celosamente lo avivaron.

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«¿Y acaso, en fin, fue la voz de Dios la que se pronunció cuando el pueblo persiguió a aquel sabio de Dessau, Moisés Mendelssohn, con pasión fundamentalista, anatematizando así la vida de quien fue, hasta el autosacrificio, incansable y magnánimo servidor de su pueblo, y cuya obra por la liberación y renovación de Israel, fue tan duradera y exitosa que hasta el día de hoy, después del transcurso de una centuria, todo Israel lo proclama como suyo. Y fueron también hombres prudentes y razonables, escogidos, luces de Israel, quienes artificialmente crearon la reacción contra sus obras, especialmente contra su incomparable traducción de los cinco libros de Moisés.

«Me podría perder en el infinito si quisiera mencionar todos los hombres piadosos y buenos cuya existencia, sin embargo de haber consagrado sus vidas y capacidades a la santificación del Nombre Divino y a la salvación de Israel, fue amargada por la gran ingratitud de su pueblo, que solo empezó a acordarse de ellos, lamentarse y mostrarse arrepentido, cuando ya era demasiado tarde, mucho después que sus huesos se habían vuelto polvo. Sin embargo, no haré reproches a mi pueblo por este motivo, pues esta resistencia a todo lo novedoso, a lo nunca antes escuchado, es un planta venenosa, que estrepitosamente crece en la tierra empapada de sangre de todas las religiones.

«Prefiero decir en honor del judío que su sentido práctico y sobrio ha sabido, en alguna medida, hacer justicia a sus grandes y excelentes pero malentendidos y perseguidos benefactores, y ha tejido perfumadas coronas de flores alrededor de las mismas famosas cabezas otrora coronadas de espinas. Asimismo, estoy firmemente convencido que Jesús aparecerá en algún momento a los judíos como una gloriosa y radiante estrella, como el genio de la humanidad, el ancla que nos salva de las tormentas de la historia, el sol de la fe pura, que se renueva y se renovará definitivamente en la gloria celestial.

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Jesús Nazareno, rey de los judíos – Nótese que las primeras letras en hebreo corresponden a las del tetragrama (יהוה) con que se expresa el nombre impronunciable de Dios, según el judaísmo

«Pues derramaré sobre la dinastía de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de oración; y mirarán hacia mí. En cuanto a aquel a quien traspasaron, harán duelo por él como se llora a un hijo único, y le llorarán amargamente como se llora a un primogénito’ (Zacarías 12, 10-11). Y porque tal como explica un maestro del Talmud: ‘Llorarán amargamente al Mesías, el hijo de José, que fue ejecutado’ (Sukkah 52). Muros que parecen como una división poderosa entre judíos y cristianos, entre clases y razas, entre empleados y empleadores, entre amos y sirvientes, entre Dios y el hombre, caerán a su paso».

Muy extensamente podríase comentar acerca de este hermoso texto. En la imposibilidad de hacerlo a cabalidad, rescatemos a lo menos dos mensajes que nos deja, para a lo menos considerarlos.

El primero nos dice de ciertas cosas en las que no hay que confiar ciegamente cuando se trata del ámbito religioso y espiritual. Una de ellas, la voz del pueblo. En ella se apoyaron quienes mataron a Jesús. Tampoco debería, a mi juicio, acatarse ciegamente la voz de una tradición inflexible, por mucho que sea afirmada por sabios maestros, ya que su origen no siempre arranca de un pasado del todo cristalino.  En las cosas de Dios, el hombre ciertamente es ilustrado por las grandes enseñanzas, pero en definitiva es la luz del espíritu la que debe iluminar a su libre albedrío a la hora de ejercer una opción.

El otro mensaje se refiere a la hermandad religiosa. La hermandad es más que mera tolerancia, es comprensión de la chispa de verdad que brilla en la fe del otro. Es también aceptación de la relatividad de todo conocimiento humano en su acercamiento a lo sobrenatural y absoluto. Así, si la hermandad ha de ser predicada con respecto a judíos y cristianos, debe serlo también entre ellos y musulmanes, y ciertamente, asimismo, entre las tantas denominaciones que se manifiestan en cada uno de estos grandes monoteismos, cada una proclamando muchas veces la posesión absoluta de la verdad.

Y esto no debe afirmarse solo de las religiones que fluyen del tronco semita. También del budismo, del taoismo, del hinduismo, y de las demás, cuando se manifiestan como una búsqueda sincera, bien intencionada y no fundamentalista de lo divino.

© 2014
Lino Althaner

Los tres males de la humanidad (Guía de Perplejos 3c)

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Vimos en el artículo anterior de esta serie que, según Maimónides, existen en el mundo tres clases de males: El mal natural, el mal que se ocasionan los hombres unos a otros y el que se causan a sí mismos.

El mal natural. Ya lo dijimos. La naturaleza del hombre lleva consigo el límite, la imperfección. La materia de que está compuesto determina su debilidad. Su vida pende de un hilo. Lo acechan los accidentes, las enfermedades, los achaques de la edad y la muerte. Y como ser dotado de conciencia, sabe y sufre su vulnerabilidad.  De esta condición humana, materia dotada de conciencia, deriva la primera clase de males que suelen afectarlo. Son ellos, no obstante, los menos frecuentes, explica el sabio cordobés en la «Guía de Perplejos».

Albrecht Dürer, Los cuatro jinetes del Apocalipsis

Albrecht Dürer, Los cuatro jinetes del Apocalipsis

El mal que los hombre se hacen unos a otros. El abuso de la fuerza, la injusticia, las mil caras -tantas veces enmascaradas- de la explotación, la tiranía, la guerra: el mal que un hombre inflige a otro hombre, que a su vez quiere vengarse o se desquita en un tercero. Estos males, nos dice Maimónides, son bastante más frecuentes que los de la primera especie. Un examen de la prensa diaria, nacional o internacional, lo confirma. Allí hallamos las crónicas del crimen abierto o encubierto, ejemplos de la violencia injusta, de la rutina inestable de tantos pueblos, de la realidad que todo pueblo ha vivido alguna vez en su historia.

Aunque Maimónides no es del todo pesimista a este respecto. Y afirma: «Sin embargo, en ninguna ciudad del mundo hallarás que los males de esta clase estén generalizados entre los habitantes de la misma, sino que su existencia es también rara, como el individuo que sorprende por la noche a otro para matarle a robarle. Solamente en las grandes conflagraciones de esta especie de males alcanza a cuantioso número de gentes; pero ni aun esto es frecuente en toda la tierra».

Es este el tipo de conflagraciones en que se especializó exquisitamente la humanidad civilizada en el siglo XX: carnicerías bestiales en unas estúpidas guerras, genocidios, campos de concentración de diverso signo, masivas hambrunas, exilios colectivos, bombas atómicas, decenas de millones de muertos inocentes. Todo en nombre de insensatas utopías, Difícil para nosotros, el optimismo del filósofo judío.

Plaza Tiberiades en el barrio judío, Córdoba

Plaza Tiberiades en el barrio judío, Córdoba

Los males que el hombre se ocasiona a sí mismo. Estos, los del tercer tipo, son los más comunes. Sobrevienen a la persona por su obra u omisión y lo arruinan por su propia voluntad. Derivan de la desmesura en el actuar y en el ambicionar lo innecesario, aquello de lo cual se puede prescindir sin detrimento de la realización personal, esto es las cosas difícilmente alcanzables, por lo tanto escasas y onerosas. Por ellas los hombres se desviven en engañoso espejismo, compitiendo torpemente entre sí,  pagando un precio descomedido.

«De éstos males se lamentan todos los hombres, y pocos se encontrarán que no sean responsables de ellos ante sí mismos». Cita Maimónides el Libro de los Proverbios (6,32):

«La necedad del hombre tiene sus caminos».

También el Eclesiastés (Ecl 7,29):

«Lo que hallé fue sólo esto: Que Dios hizo recto al hombre, pero él se complicó con muchísimas maquinaciones».

Pues «no brota del polvo la iniquidad, ni es el suelo el que produce el infortunio», sino que «es el hombre quien engendra la desventura». (Job 5,6.7)

William Blake, Los Ángeles del Bien y del Mal

William Blake, Los Ángeles del Bien y del Mal

Esta clase de males -asevera Maimónides- es consecuencia de todos los vicios, esto es, por ejemplo, del apetito excesivo por la comida y la bebida, especialmente si estas son de mala calidad, o de la práctica desmedida del acto sexual.  Tanto las dolencias perniciosas del cuerpo como las del alma derivan de tales desmesuras. Por una parte, la alteración experimentada por el cuerpo influye necesariamente en el espíritu, en el ánimo o en el sistema nervioso, Desde otro punto de vista, el alma suele inclinarse a las apetencias por lo innecesario, por el lujo y la ostentación, por el exceso, desequilibrándose a sí mismo y ocasionando la ruina del cuerpo y del espíritu.

«Así, todo hombre ignorante, de torcidos pensamientos, siempre anda triste y apesarado porque le es inasequible el lujo conseguido por otro, y a menudo arrostra grandes riesgos… con el fin de lograr estos lujos inútiles; mas cuando adentrado por esos caminos experimenta contrariedades, se queja del decreto de Dios y sus preceptos, empieza a murmurar contra su fortuna y se asombra de su poca justicia, porque no le ayudó a conseguir gran riqueza con que agenciarse vino en abundancia para estar siempre embriagado, y numerosas concubinas ataviadas con oro y pedrería de variadas clases, que le sirvan de incentivo para disfrutar del placer sexual más de la cuenta, como si en ello se cifrara el objetivo de la existencia de ese miserable».

El hombre suele precipitarse al abismo ciegamente. Y si no logra la consecución hasta el punto de hacer asequible a su alma perversa la satisfacción de sus pasiones rastreras y apetitos suicidas, incurre en la adicional insensatez de culpar a Dios de impedirle alcanzarla. O, en caso de alcanzarla, de los males -enfermedades, accidentes y desolaciones- que son consecuencia directa o indirecta de tan desmesurada satisfacción.

Ephraim Lilien, La Alianza de Abraham

Ephraim Lilien, La Alianza de Abraham

Por el contrario, nos dice, «los virtuosos y sensatos conocen y penetran la sabiduría que resplandece en el universo, como lo proclamó David (¡la paz sea sobre él!): ‘Todas las sendas de יהוה son benevolencia y verdad, para los que guardan su alianza y sus mandamientos’ (Sal 25,10), dando a entender que quienes se acomodan a la naturaleza de las cosas y a los preceptos de la Ley, percatados de la finalidad de entrambas, contemplan claramente la bondad y la verdad universal; por ello cifran su ideal en lo que constituye su destino como hombres… En cuanto a las necesidades corporales, buscan lo preciso, pan para comer y vestido para cubrirse» y desprecian lo innecesario, pues la sed de cosas superfluas deviene, más ordinariamente de lo que se pudiera pensar, en carencia de lo rigurosamente necesario.

Como se puede ver, la sabiduría de estas orientaciones sigue siendo válida en estos días, quizás más válidas que nunca en una sociedades mercantiles que hacen lo imposible por crear necesidades del todo artificiales, por promoverlas y por facilitar al hombre la satisfacción de las mismas a cambio de un precio demasiado elevado: primero la pérdida de rumbo, luego la adicción y el extravío; con frecuencia la ruina o el vacío, o ambos a la vez.

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Opino, en todo caso, que misteriosamente, cualquiera que sea el mal que lo aflige, siempre queda para el ser humano la intuición de una fuerza capaz de redimirlo, de una plenitud que se puede sobreponer a cualquier contrariedad. Que se hace presente en las peores condiciones, haciendo realidad el famoso verso de Hölderlin:

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«Donde impera el peligro, crece también lo que nos salva»
(«Wo aber Gefahr ist, wächst das Rettende auch»).

© 2014
Lino Althaner

 

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