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Sigo reseñando y comentando pasajes de la obra «Guía de perplejos», del filósofo judío nacido en España Rabí Moshe ben Maimon. En la entrada anterior de esta serie comenzaba a referirme a las ideas del autor sobre la divina Providencia.
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Maimónides dice fundamentar su opinión sobre la Providencia divina en la Torá -el Pentateuco mosaico- y en los Libros proféticos. Se hallaría allí expresada una doctrina más verosímil, a su entender, que las demás que se disputan la verdad en esta materia.
Afirma que en el mundo sublunar todo está sometido al azar, con la sola excepción de los individuos de la especie humana, sobre los cuales vela la Providencia divina. Ello es así, según Rabí Moisés, porque la Providencia está ligada a los seres dotados, en virtud de una divina efusión, de la inteligencia. Sobre estos, los hombres en tanto seres inteligentes, sobrevuela la Providencia, que ponderaría permanentemente todos sus actos con vistas a su premio o castigo.
Sin embargo, no todos los seres humanos se vinculan a la Providencia del mismo modo. Cuanto mayor sea su perfección, cuanto mayor su cercanía a Dios, tanto más positiva resultará en él la acción de la divina Providencia; tanto más se manifestará, en su vida, la semejanza suya con el divino intelecto. La Providencia vela sobre cada individuo según su mérito.
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«De esta consideración se sigue -afirma Maimónides- que la Providencia velará sobre los profetas con especial solicitud y conforme al grado que en la profecía ocupen; igualmente, sobre los piadosos y los buenos, conforme a su piedad y rectitud…» En cuanto a los ignorantes y pecadores, en cambio, tan alejados del influjo de la divina inteligencia, afirma que «su situación es menospreciable, quedando a la altura de las demás especies animales: ‘Es semejante a las bestias privadas del habla’ (Sal 49, 13-21). Por tal motivo se estimó cosa intrascendente suprimirlos, y hasta de pública utilidad». Aquí nuestro sabio, tan admirado por otros conceptos, se hace eco de ese extremo rigor tan querido por la religión primitiva de los israelitas, más tarde notablemente atemperado, sobre todo a partir de la figura de Jesús de Nazaret.
Con respecto a la alegada notoriedad del bienestar, la tranquilidad y la felicidad de que suelen gozar los malvados, en comparación con el desasosiego y la desgracia que afligen a los bondadosos y a los sabios con alguna frecuencia, la explicación de Maimónides pareciera ser que la tal apariencia contradictoria no sería sino un producto del alcance limitado de las percepciones humanas, que si no son capaces de entender los misterios de la Naturaleza, mucho menos lo serían de acertar en el verdadero significado de los designios divinos.
Aunque a estas alturas deberíamos recordar también lo que se ha dicho en anteriores artículos de este blog acerca del origen del mal y de los tipos de males que afligen a la humanidad (V. «El origen del mal» y «Los tres males de la humanidad«), según lo que Maimónides explica en su «Guía de Perplejos». Entenderíamos entonces que la Providencia divina tiene una necesaria limitación en la imperfección humana, derivada, en opinión de nuestro sabio cordobés, de la circuntancia de estar el ser humano de dotado de materia. Deberíamos comprender que, si el hombre está sometido, sin excepción, a las enfermedades, a los accidentes, a las catástrofes naturales, al sufrimiento y a la muerte, resultaría peligroso para un conocimiento adecuado de la vida sobre la tierra, achacar este tipo de ocurrencias a la intervención providencial.
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Los desastres naturales -terremotos, aluviones y huracanes- serían de ocurrencia azarosa. Lo mismo cabría decir de accidentes tales como el desplome de una techumbre sobre los moradores de una casa, el hundimiento de un navío o la avalancha que sepulta en vida a los trabajadores de una mina. Tales acontecimientos están relacionados frecuentemente, por otra parte, lo sabemos por experiencia, con nuestra desmesura en la voluntad y en la acción, como asímismo con nuestra humana imprevisión. No hay que achacarlos entonces, afirma Maimónides, a la voluntad divina. Aunque sí podría corresponder a un designio superior la circunstancia de que determinados individuos se encontraran allí en el momento del siniestro, pues esto último se explicaría «en consonancia con lo que tales personas se habían merecido, conforme a los juicios de Dios, cuyas normas de acción son inaccesibles a nuestra inteligencia». Se trataría en estos casos de unas mezclas de providencia y de azar difícilmente accesibles a nuestra razón.
Otra limitación autoimpuesta de la Providencia divina se encontraría, por cierto, en el hecho de haber dotado Dios al ser humano de libre albedrío, esto es, de la facultad de encaminar su vida conforme a opciones ejercidas en libertad, a permanentes elecciones entre alternativas más o menos buenas. Tendríamos entonces que tener también cuidado en atribuir los males que recíprocamente se infligen los hombres unos a otros, como guerras, persecuciones, discriminaciones y abusos, a intervenciones activas o pasivas de la Providencia. Que tampoco tendría responsabilidad en los males a que los individuos se exponen a sí mismos por su propia desmesura o imprevisión. Que derivan de sus propias opciones malencaminadas.
Sin embargo, si uno se atuviera a lo que las Escrituras del Antiguo Testamento, me refiero a la Torá y a algunos libros históricos, dicen sobre la guerra, podría arribar a una conclusión distinta. Hay que tener presente que, en el Antiguo Testamento, Dios es el Señor de los Ejércitos, cuyos decretos específicos son los causantes de las guerras en que se compromete el pueblo elegido, los cuales exigen con frecuencia derramientos de sangre inauditos y prohíben toda suerte de clemencia con el enemigo, con sus mujeres, sus ancianos y sus niños. El camino del pueblo judío a través de los desiertos de Arabia hasta internarse en la Palestina y radicarse definitivamente en la Tierra prometida es, según lo narran crudamente las Escrituras (V. Éxodo, Números, Deuteronomio, Josué) una huella de sangre inocente. Es que el Dios aquel no solamente justifica el genocidio sino que lo hace un instrumento en sus manos, pero solamente cuando se ejerce en contra de quienes se ponen en el camino del pueblo de Israel.
Afirmar esto es ciertamente doloroso. Pero parece que es así.
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© 2014
Lino Althaner