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Así como la materia de que están hechos el hombre y todo aquello a lo que alcanzan sus sentidos, le impide ver a Dios, así también hay que atribuir a ella la causa de que el mal exista en el mundo. La materia está asociada a la privación, a la imperfección, a la degeneración y a la muerte, y el mal es precisamente eso, siendo capaz de asumir las mil caras de la privación que deriva de la imperfección material.
De ello podría deducirse una voluntad divina de introducir el mal en el mundo. Sin embargo, a juicio de Maimónides, ello debe del todo descartarse. Pues todo lo que emana de él, de su esencia divina, es el sumo Bien.

Explica el autor de la ‘Guía de Perplejos’ que todo aquello no dotado por Dios de materia -así los seres puramente espirituales, los ángeles, por ejemplo- no adolece en cambio de ningún mal. Y es en esta creación de lo puramente espiritual donde se revelaría la acción divina directamente y en toda su integridad, como perfección, como Bien que emana del puro Ser de Dios. Con respecto a la creación material agrega, sin embargo, que «el Libro que iluminó las tinieblas del mundo dice textualmente: ‘Y vio Dios ser bueno cuanto había hecho’ (Gen 1, 31), porque aun el ser de esta materia inferior cuya destino es el de ir asociada a la privación, que entraña la muerte y todos los males, a pesar de todo también es un bien en orden a la perpetuación de la generación y la permanencia necesaria del ser. Y porque
‘Nada malo desciende desde arriba’.
(B’reshith Rabba: בראשית רבה)
Me parece que lo que Maimónides quiere decir habría que entenderlo de la siguiente manera: La materia de que está hecho el mundo tiene sus propias leyes, provenientes del diseño cósmico original, pero establecidas para funcionar por sí solas, libremente, merced a una lógica en cuyo conocimiento el hombre tiene que avanzar. Ahora bien, en lo que se refiere a la materia de que está hecho el hombre ella lleva anexa también, entre otras capacidades que lo hacen distinto de los demás seres vivos, una significativa autonomía, una decisiva libertad, el libre albedrío.. De la forma en que operen -independientemente de Dios- las leyes de la naturaleza y de la manera en que el hombre ejerza su libre albedrío y se relacione con la naturaleza, dependerán la manera y la medida en que el mal se concrete en el mundo. Dios no introduce el mal. Solo introduce la posibilidad de que el mal pueda llegar a existir, siempre que el hombre no esté a la altura de su dignidad, despreciando el conocimiento o despreciando la voz de la naturaleza..
Así, pues, una buena parte de los males que amargan la vida humana derivan de tendencias, pasiones y sentimientos que se expresan desmesuradamente por motivo de la falta de conocimiento. El mal sobre la tierra es, por lo tanto, producto de la ignorancia.
«Como el ciego, por la falta de visión, constantemente tropieza, causando también lesiones a los demás, si no tiene a quien le guíe por su camino, de igual modo las diversas facciones humanas y cada individuo, en la medida de su ignorancia, se infligen, a sí mismos y a los demás, graves males, que pesan sobre su linaje. Si estuvieran en posesión de la ciencia,… sentiríanse refrenados de dañarse a sí mismos y a los otros, por cuanto el conocimiento de la verdad retrae de la enemistad y del odio, y evita que los humanos se hagan daño mutuamente. Ya lo atestiguó quien dijo: ‘Habitará el lobo con el cordero, y el leopardo se acostará con el cabrito…, la vaca pacerá con la osa…, y el niño de teta jugará junto a la cueva del áspid’, (Is 11, 6-8), precisando que la causa de la eliminación de esas enemistades, discordias y tiranías, será el conocimiento que los hombres tendrán entonces -al fin de los tiempos- de la realidad de Dios».
Pues, agregaría por mi parte, hasta que el hombre no tenga ese pleno conocimiento, no será capaz de tomar conciencia total de su dignidad, ni conocerse a sí mismo de manera integral, ni poner por encima de tanta torpeza y necedad, la bondad derivada de su no reconocida semejanza divina.

Manuscrito de la Mishné Torah, firmada por Maimónides (Universidad de Oxford), obra suya tan importante como la Guía de Perplejos
Contradiciendo la opinión de que el mal se impone sobre el bien en el universo, el sabio cordobés arguye que ese error deriva de una falta de perspectiva, frecuente en los hombres ignorantes. Es que tal clase de hombres, explica, suelen imaginarse al universo como si existiera solo para él. Sin percatarse de su insignificancia, deduce del mal que le ocurre o que afecta a algunos individuos de la especie humana,una maldad abrumadora y casi generalizada. Y lo hace sin siguiera pasársele por la mente todas las múltiples clases de bien de que la vida está repleta, ni menos el que impera sin contrapeso en las esferas superiores. El bien mismo de la existencia, unido a todas las cualidades y potencias con que el Hacedor ha distinguido a la humana criatura, serían entonces por sí solas un beneficio suficiente, digno de agradecimiento.
E insiste en lo que ya adelantara la cita anterior:
«La mayoría de los males que recaen sobre los individuos se deben a ellos mismos, esto es, a los imperfectos miembros de la especie humana. Por nuestras deficiencias nos lamentamos e imploramos ayuda; por los males que nosotros mismos nos acarreamos, por propia voluntad, nos dolemos y los atribuimos a Dios (¡lejos tal cosa de nosotros!), conforme él ha proclamado en su Libro: ‘¿Si destruye, es atribuible a él? No, a sus hijos, que son los mancillados’ (Dt 32,5). Salomón expone la misma idea, diciendo: ‘La necedad del hombre tuerce sus caminos, y contraיהוה irrita su corazón’ (Prov 19,3).
Tres clases de males afligen al hombre, según Maimónides:
Primeramente menciona los que le advienen por el solo hecho de estar dotado de materia. Y cita en esta parte a Galeno (s. II):
«No te dejes seducir por la vana ilusión de que pueda formarse de la sangre menstrual y el esperma un animal que no muera ni sufra, que esté en perpetuo movimiento, o sea resplandeciente como el sol».
Lo máximo a que pueden aspirar la sangre y el esperma es la especie humana, compuesta de entes vivos, racionales y mortales; por consiguiente, es en ella obligada la existencia de este tipo de males. No hay nacimiento sin corrupción. No hay humano que sea inmune a las enfermedades, a los accidentes, a las catástrofes naturales -sismos e inundaciones, por ejemplo- al sufrimiento y a la muerte.

Tumba de Maimónides en Tiberias, Israel
Pero hay que puntualizar que esta especie de males no es de diaria ocurrencia. «Encontrarás ciudades que desde hace miles de años no han sido anegadas ni pasto del fuego, millares de personas que nacieron en perfecta sanidad» en tanto que solamente por anomalía nace un ser anómalo. Y hay hombres que viven largos años sin padecer enfermedad.
Luego se refiere a los males que recíprocamente se infligen los hombres unos a otros, que son algo más corrientes que los anteriores, que derivan, de las guerras, las persecuciones, las discriminaciones, los abusos de toda clase que los hombres suelen idear. Y por fin trata de los males más comunes, que son los que más abundan. Son ellos los que arruinan al ser humano por su propia voluntad, por su propia acción o su propia imprevisión. Derivan de la desmesura en el actuar y en el ambicionar lo innecesario, que es lo más oneroso y difícil de obtener.
En el próximo artículo de esta serie seguiré ocupándome de ellos con algún mayor detalle, progresivamente admirado de la claridad con que el sabio cordobés expone sus ideas y de su sabiduría para compatibilizar su formación aristotélica racionalista y realista con su fe religiosa.
© 2014
Lino Althaner
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