Arya (2)

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Era entonces preciso que despertáramos y que refináramos la vigilia, tratando de acercarla cada vez un poco más a sus auténticas posibilidades. Sólo lo alcanzaban unos pocos, se decía, que mediante un deseo inquebrantable de gozo y de sufrimiento, los más intensos, y la fe inquebrantable, habían llegado a familiarizarse con lo indecible hasta el punto de ser dignos de beber el licor divino.

Elefante al estilo de Kalamkari en Andra Pradesh

Pintura en tela al estilo Kalamkari de Andra Pradesh, India

No nos inquietaba perpetuar nuestros hechos en crónicas o anales. Nos marcaba un enorme escepticismo acerca de todo simulacro de inmortalidad. Si medimos el tiempo de alguna manera, no lo hicimos por años sino por eones. Una arcana disciplina nos iluminaba, despertando la conciencia, procurando un conocimiento refinado. Los videntes aumentaban nuestra fortaleza, ardiendo en la experiencia de la lucidez, de la cercanía del dominio trasparente. Y quedábamos signados con un aura soberana, que nos ahorraba instrumentos de persuasión. Después de beber nuestros sacerdotes el divino licor -el soma, la ambrosía, el supremo objeto del deseo- la tierra y sus criaturas se volvían nuestros subordinados. Podían aquéllos matar con la mirada, hacer que se abriera la tierra, incendiar el universo. Accedían a la profecía. Y quienes eran poetas a la revelación.

Era toda nuestra vida una especie de liturgia. Llegamos a pensar que los dioses se acomodaban en torno a los altares de nuestros sacrificios. Que las ninfas celestiales nos visitaban y que a los dioses se unían nuestras mujeres, que daban a luz semidioses y santos. Nuestro océano más grande era el cielo. El camino del cielo se prolongaba en esta tierra como un inmenso torrente, que luego fluía desde la cumbre nevada eternamente y desde el otro río, el torrente que se desparrama por la cabellera divina. De la unión de la tierra con los cielos quería hacerse nuestro mundo, nuestra  vida, continua ceremonia sagrada. Una fiesta, un banquete en que los dioses y los antepasados bebieran con nosotros, con todo el pueblo, bajo la mirada atenta del que ve sin ser visto. Como había ocurrido alguna vez, según contaban los viejos.

Recordaban con pena el día en que los dioses dejaron de ser visibles a todo el pueblo. Yo en cambio soy testigo de cómo la presencia invisible de los dioses se vuelve cada vez más tenue. Y se transforma en ausencia. Y la ausencia se hace muerte. En poder de los monstruosos enanos que se han apoderado de la tierra, que de dioses casi se han quedado huérfanos.

 

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Es esta la segunda parte de un artículo en que he pretendido registrar muy libremente la impresión derivada de la lectura de dos libros de Roberto Calasso –Ka (Anagrama, 1999) y El ardor (Anagrama, 2016)- que incursionan de manera fascinante en los mitos y creencias de los Arya (nobles), esto es, el pueblo de los indoarios, en el seno de cuya cultura se producen los Vedas, los Brahmanas y los Upanishads, libros sagrados de las religiones de la India, hinduísmo y budismo.

 

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© Lino Althaner
2017

 

 

 

 

 

 

Arya (1)

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Después de cruzar los más áridos desiertos, llegamos desde más allá de las montañas, las más altas. Encontramos el gran río y más allá la espesura, que parecía no tener fin. Nuestra primera tarea: hacer claros en la selva, espacio para los altares, pasto para los rebaños. El fuego nos abrió camino. Eramos devotos del fuego.

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No eran duraderas nuestras moradas. No hicimos palacios ni templos. Nuestro templo estaba en todas partes, dondequiera fuera posible erigir un altar y celebrar una liturgia que como pájaros nos impulsara, como ángeles hacia el cielo, en un viaje certero. No construimos murallas defensivas. Solía hacernos escolta una tropa de guerreros escogidos, amedrentadores en sus armaduras y en sus espadas, en sus aladas cabalgaduras, en sus carros de fuego. Pero eramos en esencia pacíficos pastores; además, vagabundos incansables, cazadores de horizontes, de océanos, de soles, buscadores inquietos, no tanto de cetros ni de coronas, sino más bien de regiones interiores, aquellas que alentaban en la mente de los hombres según nuestros videntes. Soñábamos en construir un imperio sobre ellas.

Es verdad que no dejamos vestigios materiales. Aunque sí la memoria de unos ritos, unos himnos, unas sabias aproximaciones, unas bellas historias: un todo hecho de sueños, de visiones, de reflejos. Y también la memoria de una lengua, con la cual nos hacíamos naves capaces de alcanzar el cielo por el torrente del canto y de la melodía.

Prescindimos de iconos, de piedra, de metal o de madera. Veíamos en nuestro pensamiento la imagen de todos los dioses. Pero solo percibíamos como un reflejo, luminoso pero incierto, la presencia del desconocido, el ser inmanifiesto a que todo está sujeto, cuyos ojos nos miran, que es la trama sobre la cual están tejidos el espacio y el tiempo. Adivinábamos su aliento en las piedras, en los bosques de mangos, pipales y tamarindos, en los animales, antílopes, caballos, elefantes, hormigas. ¿Pero ver a los dioses cara a cara, percibir a lo menos su aliento, escuchar el eco de sus voces o posar nuestros pies sobre sus huellas? ¿Contemplar las espaldas del desconocido? Tampoco era entonces cosa fácil. Para ello debíamos dejar de ser lo que somos los hombres de ordinario: espectros soñolientos, sumidos en la pequeña rutina como aturdidos, rodeados de las cosas y los casos ilusorios e inciertos de la existencia, miedosos y confundidos.

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Este texto es la primera parte de un artículo en el que he pretendido registrar libremente la impresión derivada de la lectura de dos libros de Roberto Calasso –Ka (Anagrama, 1999) y El ardor (Anagrama, 2016)- que incursionan de manera fascinante en los mitos y creencias de los Arya (nobles), esto es, el pueblo de los indoarios, en el seno de cuya cultura se producen los Vedas, los Brahmanas y los Upanishads, libros sagrados de las religiones de la India, hinduísmo y budismo.

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De Buda se dice que pronunció las siguientes palabras:

“Oh Rey, hay un país en las pendientes nevadas del Himalaya cuyo pueblo está dotado de riqueza y valor, y se ha asentado en la frontera de Kosala. Por clan son arios de la raza solar, shakyas por nacimiento. De esa familia procedo, y no deseo cosas mundanas …”

 

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© Lino Althaner

 

 

El gran depredador

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Me acosaban los depredadores. Se cebaban en mis hijos, en mis mujeres, en mis hermanos. Pero yo carecía de garras y de grandes colmillos, y no destilaba veneno. Tendría que aprender de las bestias.  Pasaron más de cien mil años  Y aprendí.  De pronto me vi armado, de un mazo, un cuchillo, una lanza. Un arco y una flecha. Las bestias empezaron a temerme. Algunas inclinaron la cabeza. Ofrecí sus cuerpos a los dioses. Subió a los cielos el humo de los sacrificios. Me sirvieron de alimento. La tierra, entonces, dio un alarido. Un relámpago de mi conciencia le dio la razón. Pero no dije que no cuando aún era tiempo. Es que había nacido en mí la sed de sangre. Me hice adicto.  Inventé instrumentos de matanza cada vez más exquisitos. Y la sangre corrió, como un río cada vez más caudaloso. Algún tiempo después de que un hombre matara a su hermano por primera vez, ya se mataban entre sí pueblos enteros, arengados por sus dioses. La tierra dio entonces otro aullido, que pasó para mí inadvertido. Para entonces yo pisaba ya de lleno la historia. Y después de todos estos siglos, no hay quien discuta mis méritos. Ostento con orgullo mi bien ganada fama de gran depredador.

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Lino Althaner

El mar de Venecia

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Continúo esta serie de notas y comentarios acerca de la obra de Fernand Braudel El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II. Hemos avanzado hasta el capítulo dedicado a los mares y litorales y con tal motivo dedicaré esta entrada al Adriático, que según el historiador francés es, atendidos los factores geográficos, políticos, económicos, culturales y religiosos implicados, el sector más homogéneos de este mundo marítimo.

Es el mar Adriático una suerte de gran canal de alrededor de no más de ochocientos kilómetros de largo, que  ya en el siglo III a.C. podía ser recorrido por algunas embarcaciones, con buen viento y los velámenes inflados, en una jornada de navegación. Bordea por el oeste la costa italiana, generalmente baja y pantanosa, aunque acompañada en paralelo por el Apenino relativamente cercano, y por el este se reconoce por el rosario de islas montañosas que flanquean las costas balcánicas, en las cuales pareciera disolverse la muralla blanca y calcárea de los Alpes dináricos, que son como un telón de fondo, geográfico y cultural, al que la vida de la costa pareciera con frecuencia dar la espalda para inclinar su vocación hacia el poniente.

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Mapa de Venecia elaborado por Piri Reis, marino y cartógrafo otomano de fines del siglo XV y comienzos del XVI

Hacia el noroeste remata en las costas venecianas, esto es, en los dominios de la Signoria Serenissima que en el siglo XVI realiza, como de costumbre, un intenso aprovechamiento de su posición estratégica, reforzada por la cercanía de la desembocadura del Po, que abre interesantes perspectiva de tráfico fluvial desde y hacia el interior, para desarrollar su poderío mercantil y asegurar su presencia hegemónica en la región. Pues debe aprovecharse de su ubicación para defenderse de las agresiones foráneas, y sobre todo del peligro turco y de los piratas, cuya presencia frecuentemente amenazante y siempre temida, se percibe tanto por el lado del mar como desde el interior de la península balcánica, dominada en buena parte por los otomanos. Completan el límite norte del Adriático, hacia el oriente, las costas de Trieste, enclavada esta ciudad, con el auxilio de la península de Istria, en un amplísimo golfo.

En su extremo sur  se comunica el Adriático con el Mar Jónico por el canal de Otranto, entre el cabo del mismo nombre, en Italia, y el de Linguetta, en Albania. Aquí muestra el mar muestra su mínima anchura, de alrededor de setenta kilómetros. “Desde el avión que le conduce a Atenas -afirma nuestro autor-, puede el viajero de hoy contemplar en un mismo golpe de vista la costa albanesa, Corfú, Otranto y el golfo de Tarento -en el extremo sur de Italia- y parecerle que están muy próximos entre sí”.

Este sector, entre Otranto y la costa albanesa es crucial desde el punto de vista estratégico. Ejercer hegemonía sobre él equivale a dominar el Adriático entero. En esta angostura se reconocen, en efecto, dos virtudes: por una parte, la de dificultar la entrada al mar interior del potencial agresor o indeseado competidor mercantil; por la otra, la de abrir las puertas, tanto hacia el poniente como hacia el levante, a una inmensidad de aventuras acicateadas por la sed de conquistas y la complementaria avidez comercial. Por cierto que los venecianos conocían perfectamente estas características del mar y las aprovecharon tan bien en sus buenos tiempos, que el mar llegó a ser  conocido como Mar Veneciano, que el Mediterráneo oriental se pobló de dominios de la República Serenísima -por ejemplo, en Chipre, Creta y las Islas Jónicas-, y que por el camino de esos territorios la fuerza mercantil de Venecia alcanzó por el oriente a los puertos del Mar Negro.

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Mapa del Adriático. En el extremo norte, Venecia entrenta a la península de Istria y el golfo de Trieste.  Se puede apreciar la costa baja italiana, limitada por el Apenino, y el litoral escarpado de los Balcanes, que se desgrana en las islas Dálmatas.En el extremo contrario, se alcanza a ver, casi pegada a la costa balcánica, la isla de Corfú, al sur del canal de Otranto.

Dicha hegemonía se ve notablemente reforzada con la soberanía sobre la isla de Corfú: ubicada justo a la entrada del Adriático, pegada a su costa levantina, es un dominio veneciano que opera como cerrojo adicional que tiene como función la de dificultar las incursiones malintencionadas, sea con ánimo bélico o depredador, sea para burlar las regulaciones mercantiles impuestas por Venecia y competir con mayor provecho en el comercio de la región. Los otomanos aspiraron a anexar la isla a su imperio, aunque sin lograrlo en definitiva. Y recuerdo, entre paréntesis, que Corfú o Corcira,  ha solido ser identificada con la homérica Esqueria, en la cual Odiseo conociera a la bella Nausicaa, hija de Alcínoo, rey de los feacios, destinatarios de la narración de sus aventuras en busca de Ítaca, su patria añorada.  Esta última se ubica todavía algo más al sur, junto a Cefalonia, en las Islas Jónicas, y enfrentando al golfo de Patras, que es el sitio en el cual se libra en 1571 la famosa batalla de Lepanto, ya aludida en esta serie de artículos.

Venecia es entonces la principal potencia  de este mar, por supuesto que con la ayuda de su flota, en la cual destacan las galeras de dorada popa, y seguramente también sus galeazas de poderosa artillería, cuya intervención tan importante fuera en la batalla naval aludida. Si se siente importunada por alguno de sus vecinos en el ejercicio de su hegemonía comercial, la República no tarda en adoptar medidas de orden punitivo.  Pues el principio mercantil impuesto por la Serenísima importa una concentración autoritaria del tráfico comercial: ninguna mercadería que entre o salga del Mediterráneo debería escapar al control de Venecia, que ordena el comercio con medidas que tienden a la defensa de su sistema fiscal, de sus mercados, de sus exportaciones, de sus artesanía y de su navegación. Todo debe pasar, entonces, por sus aduanas y puestos de control. El mar, afirman con mucha energía las autoridades de la República Serenísima, es un golfo de Venecia, comprado no con su dinero, pero sí con su sangre generosamente prodigada.

Cuando la contraparte es una potencia de rango inferior, Trieste o Ragusa (actualmente Dubrovnic), por ejemplo, Venecia parece no tener mayores dificultades en imponer su ley. Enfrentada, en cambio, a sus competidores occidentales, como España -no se olvide que el reino de Nápoles tiene también una extensa costa adriática- o los Estados Pontificios, cuya soberanía se extiende al importante puerto de Ancona, se ve enfrentada a sus airados reclamos, fundamentados en que la rigurosidad de la hegemonía veneciana importa una violación del derecho de gentes, y específicamente, del derecho marítimo internacional.

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Dubrovnic, la antigua república de Ragusa. No debe confundirse con  Ragusa de Sicilia

Pero los inconvenientes de Venecia para ejercer dominio sobre el mar no provenían solamente de sus rivales y de los contrabandistas. Estaban también los corsarios y piratas para importunarla, turcos y berberiscos, que, sobre todo en los últimos decenios del siglo XVI, a pesar de las torres de vigías destinadas a anticipar la defensa de los territorios, y de la vigilancia ejercida por medio de sus galeras, suelen ingeniárselas para incursionar con frecuencia hacia el interior del mar. También sembraban la inseguridad en el tráfico marítimo unos piratas balcánicos y eslavos, los uscoques, cuyos «clientes» preferidos terminaron siendo Venecia y los demás navegantes de la costa oriental del Adriático. Los navíos pequeños, ágiles y escurridizos, de estos aventureros «unidos para robar», fueron un duradero dolor de cabeza para el intenso y valioso movimiento mercantil de la región. Cita a este propósito Fernand Braudel los dichos de un senador veneciano, según el cual cerrar a los pájaros la ruta del aire con las manos sería tarea menos difícil que la de vedar a los uscoques sus correrías marítimas .

A pesar de la hegemonía veneciana y de la profunda influencia de la cultura italiana en las poblaciones balcánicas, predominantemente de origen eslavo, el Adriático no pudo llegar a ser propiamente un mar italiano. Ello debido a la influencia también poderosa que se infiltraba por la Ruta de Levante, que permitía no solamente el avance de las enfermedades y las epidemias del este, sino también de las influencias que denotan, de alguna manera, una prolongación del Oriente y una sobrevivencia de Bizancio en la cultura adriática, por cierto que muy original. Porque estas gentes se volvieron católicas y terminaron por ver en su religión una forma de afirmar su personalidad propia y de defenderse tanto de la presión ortodoxia del interior de los Balcanes como del islamismo otomano. «Si Dalmacia, pese a tantos avatares era fiel a Venecia…, es porque, por encima de la Señoría, su fidelidad miraba a Roma, a la Iglesia católica. Incluso ciudades como Ragusa son sorprendentes ejemplos de fervor católico, a pesar de encontrarse tan próximas a otros intereses, engarzadas a la vez en el mundo turco y ortodoxo, viviendo, en suma, en medio de pueblos cismáticos e infieles«.

Venecia hoy

Venecia

En cuanto a la relación de Venecia, la gran potencia del Adriático, con los turcos, predomina la nota ambigua. Venecianos y turcos se necesitan mutuamente, para desarrollar al máximo sus intereses pecuniarios. Las pomposas y agresivas declaraciones, con acentos de cruzada o de guerra santa, se morigeran en la práctica con la realidad de un intercambio intensísimo. Esto lleva a extraños aconteceres. Por ejemplo, tras participar en la Liga Santa y ayudar exitosamente al triunfo de Lepanto, abandona Venecia la alianza cristiana y se resigna a perder el dominio sobre la isla de Chipre, a cambio  de las garantías mercantiles que le asegura el sultanato otomano. Como ocurre con frecuencia o casi siempre, hallamos aquí un ejemplo más de como las grandes lealtades y los elevados principios pasan a segundo término cuando se trata, para los hombres y para los gobiernos, de garantizar el buen rumbo de su economía y de sus finanzas.

Construye su individualidad la cultura adriática entre la latinidad y el mundo griego tan cercano, sin que pueda dejar de recibir unas gotas de influencia turca. La consolida también su ubicación, para distinguirla de la cultura del Tirreno, esto es, de la costa italiana que mira hacia occidente. Tempranamente, la influencia oriental es predominante, aunque luego se impone la fuerza contraria con el surgir del Renacimiento, que resplandece en Florencia y en Roma, pero cuyo impulso se transmite luego en dirección a Ferrara, a Bolonia y a Venecia. Se aprecia en el conjunto una especie de movimiento pendular, apreciable también atendiendo a la situación económica: así, cuando  Venecia declina económicamente, Génova se fortalece.

Puerto de la plaza de San Marcos en Venecia 1

Puerto de la plaza de San Marcos en Venecia, al la derecha se puede apreciar el Palacio Ducal

«Este, oeste: Adriático y Tirreno: éstos son los destinos de Italia, y también los de todo el Mediterráneo…, que se ventilan así, alternativamente, en una parte y otra de la península, astil de una inmensa balanza».


© Lino Althaner

La navegación mediterránea en el siglo XVI

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Las tierras ocupadas por el hombre, enfrentadas a la inmensidad del mar Mediterráneo, no abundan en el siglo XVI; se reducen más bien a unas cuantas franjas estrechas y puntos de apoyo reducidos. Pero el mar solamente se anima a lo largo de esas costas. En grandes extensiones, el mar se halla del todo vacío y bien puede ser entonces comparado a una vasta llanura líquida, inhabitada. Porque “en esta época, navegar equivale, poco más o menos, a seguir la costa, como en los albores de la marinería”. El hombre se desliza de un puerto a otro de la misma franja costera, casi siempre el más cercano.

Esto no sólo es aplicable a las naves mercantes. Así también navegaban las flotas de guerra, que no entraban en batalla sino a la vista de la costa.

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La batalla de Lepanto es un caso ejemplar de lo antedicho: la lucha se da, en 1571, entre los miembros de la Liga Santa -españoles, venecianos, pontificios- al mando de Juan de Austria y la flota de los turcos dirigida por Alí Bajá, en un espacio marítimo inmediato tanto a Oxeia, la más meridional de las islas Equinadas, como a las costas que flanquean a los golfos de Patras y de Corinto -antiguamente conocidos con el nombre de golfo de Lepanto-, que separan al Peloponeso de la Grecia Central. Pero muchos otros casos -los de los enfrentamientos navales entre cristianos y musulmanes a lo largo de las costas africanas, de los mares angostos o de las islas mediterráneas- confirman la verdad de lo afirmado precedentemente.

Sólo excepcionalmente perdían las naves la vista de la costa. Desde luego, cuando accidentalmente las corrientes o los vientos las empujaban mar adentro. También cuando se trataba de seguir alguna de las pocas rutas directas, “conocidas y practicadas desde hacía largo tiempo”. Por ejemplo, cuando se navegaba de España a Italia por las Baleares y el sur de Cerdeña o cuando se alcanzaban las costas de Siria desde los estrechos de Mesina o de Malta, por el cabo Matapán, al sur de Candía (Creta) o de Malta. Tampoco era infrecuente el cruce hacia Alejandría desde Rodas, derrotero por lo demás bastante corto. Pero el miedo al alta mar está siempre presente. La desesperación se apodera de las tripulaciones cuando, incluso en rutas de parecidas características, se encuentran de pronto rodeados de niebla, viéndose obligados a navegar a ciegas, sin tierra a la vista.

Así, es válida la afirmación según la cual los marinos de este mar prefieren saltar “de roca en roca, como los cangrejos, de promontorios en islas y de islas en promontorios” para rehuir las “campiñas del mar”, esto es, el alta mar.

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Razones poderosas para admirar las proezas naúticas de los hombres que al mando de Cristóbal Colón se adentran decididamente en el Atlántico, a fines del siglo anterior, para aventurarse por rutas vírgenes hacia territorios inciertos,  para los portugueses que inauguran el camino hacia las Indias de las especias por la ruta del Cabo de Nueva Esperanza y también para aquellos que al mando de Magallanes y Elcano, al servicio de Carlos I de España, circunnavegan el planeta por vez primera. Pues el Mediterráneo no es sino un mar interior o, si se quiere, un gran lago, en comparación con la inmensidad de las aguas oceánicas.

No es que los marinos mediterráneos carezcan de los conocimientos y del instrumental técnico entonces disponibles. “No, -asevera Fernand Braudel- si el Mediterráneo no ha renunciado a sus antiguos métodos de navegación, prescindiendo de las travesías directas de que hemos hablado, es porque este sistema de navegación le bastaba a sus hombres de mar para satisfacer sus necesidades y respondía a los compartimientos que forman sus cuencas”, en las cuales es muy fácil tropezar con tierras no muy alejadas unas de otras. ¿Cómo no dejarse seducir por esa cercanía de las costas para evitar, en lo posible, la inseguridad de la alta mar, por ejemplo, en la anchura del mar Jónico? La tierra, que jamás se pierde de vista, es la brújula más eficiente. Además, suele proporcionar  abrigo contra los vientos, especialmente cuando se desencadenan provenientes de la tierra.

No solamente contra los desarreglos atmosféricos. El puerto cercano puede ser el refugio contra el pirata o el corsario que no solo ponen en peligro la libertad -téngase presente que uno de los fines de estos marineros más o menos irregulares es la captura de esclavos-  o la vida de marinos y pasajeros, sino que también las mercancías valiosas que suelen transportar. Incluso una playa puede servir, en caso extremo, para hacer encallar al navío y escapar por tierra con lo que se alcance a rescatar.

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Galera otomana

 

Es que en el siglo XVI la piratería turca se hace muy fuerte, auxiliada por los berberiscos radicados en Trípoli de Libia, Túnez y Argel, entre otros puertos de la costa norafricana.Suelen incursionar en las costas ponentinas, para horror de sus habitantes y de los navegantes que se interponen en sus propósitos. Suelen actuar en connivencia con el Sultán de la Sublime Puerta, y no es extraño verlos preceder o escoltar a las flotas otomanas cuando estas se internan amenazadoras en el Mediterráneo occidental. No son los únicos piratas. Los hay también del lado cristianos, como los uscoques de la costa oriental del Adriáticos, preferentemente albaneses y croatas. Corsarios -conforman un caso especial- los hay de todos los colores: ingleses, holandeses, franceses y españoles; turcos, berberiscos, argelinos y tripolitanos, por ejemplo.

En lo concerniente a las costumbres de la marinería mercante de este siglo, hay que anotar otra ventaja del desplazamiento cercano al litoral y que se emparenta con la navegación de cabotaje, ya que se realiza entre puertos que se hallan a corta distancia unos de otros: es la   que les permite aumentar el rendimiento económico del flete, al multiplicar las ocasiones de comerciar y de sacar ventajas de las diferencias de precio. “No olvidemos  -nos dice Fernand Braudel- que cada marinero, desde el pinche al capitán, lleva a bordo su lote de mercaderías, y los mercaderes, o cuando menos sus representantes, viajan con sus fardos… Sólo los grandes navíos especializados, portadores de sal o de trigo, presentan cierta semejanza con nuestros barcos de hoy y navegan directamente con su cargamento al puerto de destino. Los otros tenían algo de bazares ambulantes: las múltiples escalas eran otras tantas ocasiones de efectuar distintas transacciones comerciales, sin contar con los demás placeres que brindaba al navegante un alto en tierra firme”, y con las ventajas del reavituallamiento oportuno de los víveres indispensables.

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Galeón español de la segunda mitad del siglo XVI

 

Rutas preferidas, sobre todo de la marina mercante, son las que transcurren por las estrecheces del Mediterráneo: el Mar Egeo, rodeado de tierras cercanas, rebosante de islas; el Adriático, sede de Venecia y de Ragusa (la actual Dubrovnic), entre muchos otros puertos; el espacio marítimo ubicado entre Sicilia y Túnez, en el cual se hallan también las islas de Malta y Pantelleria; el mar etrusco, entre las islas de Sicilia, Cerdeña y Córcega, y la costa occidental de Italia; el estrecho espacio emplazado entre el extremo sur de España, no más al Norte de Valencia, y el litoral africano desde el estrecho de Gibraltar hasta el poniente argelino.

Si no con total confianza, pues el turco, el corsario o el pirata también suelen aventurarse por esas inmediaciones, por estos caminos el hombre navega más o menos relajado, y si atraviesa de una tierra a la que la enfrenta es casi como si pasara de un puerto al puerto más vecino.

© Lino Althaner

 

La lucha contra la malaria

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Dos grandes imperios caminan hacia su culminación en el siglo XVI. Es este el siglo de Carlos I y de Felipe II, reyes de España, y de Solimán el Magnífico, soberano de los turcos otomanos, con quienes se reparte la potencia española la hegemonía sobre el Mediterráneo y sus tierras adyacentes. SolimánLas potencias secundarias -Francia, Inglaterra, Alemania- observan, intrigan, esperan su momento y preparan su ingreso al primer plano. Y yo me demoro en arribar a esa historia apasionante pero engañosa que es la de los acontecimientos, de las batallas y de los tratados, de los personajes y de sus acciones. Algunos lectores preferirían tal vez que me decidiera de una vez por todas a incursionar en esas aventuras y desventuras con actores, fecha y lugar de ocurrencia, en vez de insistir en este despacioso transitar previo por el medio geográfico, necesario para indagar en la forma en que el hombre se relaciona con los beneficios y males asociados a su medio ambiente físico,  y por el devenir social, tal como se manifiesta en la evolución de los grupos y de los estados, económica y culturalmente determinados.

Mantendré, sin embargo, el curso trazado, que es el elegido por Fernand Braudel en su obra sobre el mundo mediterráneo en la época de Felipe II. Me olvidaré por ahora de los celos y temores de ingleses y franceses, del rechazo alemán a las pretensiones hegemónicas de España, de las guerras de religión, de las preocupaciones del Rey Católico en los Países Bajos, de la insubordinación de los moros granadinos, apoyados por Argel con el beneplácito del imperio turco. Postergaré a los papas y a los reyes, a los guerreros y a los diplomáticos. Seguiré con el análisis del medio ambiente geografico, y luego con el del social, en que se desarrolla la trama, lo que debería servir para entender las limitaciones de los grandes hechos de los individuos, enfrentados al poderoso devenir.

En la entrada anterior (7.2.16) decíamos de la malaria, el desgraciado «mal aire» que tan duramente afligiera a Europa en el curso de las centurias, limitando al hombre en sus empresas y obligándolo a tomar las medidas para poner término a su amenaza. Convenciéndolo de que la conquista de las tierras llanas de la planicie supone sobre todo triunfar sobre el medio malsano del que emana el paludismo, impidiendo el estancamiento de las aguas y esforzándose por volverlas aguas corrientes, amigas del hombre, buenas para el regadío. Todo depende del grado en que el hombre se compromete en el saneamiento de las marismas, tierras impregnadas de humedad. «Si drena el agua, si conquista la planicie para los cultivos, extrayendo de ella la mayor parte de sus alimentos, el paludismo retrocede… Si, por el contrario, descuida la construcción de los canales de drenaje y las acequias de riego, si a su lado se desbordan las torrenteras de la montañas cegando las vías de circulación del agua; si, por una u otra razón, la población de la llanura disminuye y se relaja el dominio que sobre ella ejerce el campesino, la malaria se extiende sin remedio y todo lo paraliza».

Ello podría haber ocurrido, afirma Braudel, con dramáticas consecuencias, en Grecia, como también en la antigua Roma. Se sostiene, incluso, que la malaria podría haber sido una de las causas de la decadencia del Imperio Romano. Porque cuando se multiplica la imdisciplina y afloja la constancia en el esfuerzo por detener a los factores generadores del mal, es inevitable que el paludismo se afirme y progrese en sus perniciosas consecuencias.

200px-Pope_Alexander_ViSe suele afirmar, en todo caso, que a partir de los últimos años del siglo XV, se produjo en Europa un recrudecimiento de las fiebres palúdicas, como consecuencia de nuevos elementos patógenos, provenientes tal vez de la América recién descubierta. En efecto, esta pudo hacer unos regalos indeseados al mundo mediterráneo: tal vez el treponema pallidum, causante de la sifílis; quizás también la malaria tropicalis o perniciosa, una de cuyas primeras vícitima europeas habría sido, en 1503, Rodrigo de Borja,que llegaría a ser conocido como Alejandro VI, el papa famoso, padre de César y de Lucrecia Borgia.

Habría que considerar también que durante los siglos XV y XVI los afanes del hombre europeo por adentrarse en las tierras bajas, sanearlas y hacerlas aptas para el cultivo y para ser habitadas, asumen una intensidad difícilmente observable con anterioridad. Porque el primer contacto con la marisma puede ser fatal. «Colonizar la planicie equivale con frecuencia a morir». Y parece probarlo el caso de Italia, donde fueron especialmente intensas y sostenidas las tareas orientadas a bonificar los suelos. A propósito de lo cual Fernand Braudel afirma que «si Italia falla en la conquista de colonias lejanas, si permanece al margen de ese gran movimiento -en que España, Portugal, Francia, Inglaterra y Holanda muestran tanta actividad-  ¿no es, entre otras razones, porque estaba ocupada en conquistar dentro de sus propias fronteras todo el espacio susceptible de aprovechamiento según las técnicas de la época, las planicies inundadas …?»

Múltiples esfuerzos se han requerido en la tarea bonificadora de las planicies, algo nada fácil, si se considera que ha continuado sin interrupción y muy intensamente hasta los siglos XIX y XX. El hombre del Mediterráneo no deja de estar confrontado a las tierras bajas: «vaciarlas de aguas malsanas, dotarlas de un riego fertilizador, surcarlas de caminos, sin los cuales el transporte y la agricultura serían imposibles: tal ha sido su permanente tarea. Mucho más dura y penosa que la lucha contra el bosque y la maleza, esta colonización ha sido el rasgo verdadero y original de su historia natural. Así como la Europa del Norte se ha constituido, o por lo menos ensanchado, a expensas de sus bosques cenagosos, el Mediterráneo ha encontrado en las planicies nuevas, sus Américas interiores.»

La empresa es onerosísima. No hay que esperar una compensación pronta de las grandes inversiones realizadas. Y no siempre las labores son coronadas por el éxito. En ellas colaboran tanto los gobernantes -el emperador, el estado pontificio, los grandes duques y señores- como los grandes capitalistas de la época, conscientes de la importancia del negocio. El empeño de las ciudades suele ser fructífero, cuando se ponen a plantar en las inmediaciones de sus lonjas y de sus mercados, los huertos de hortalizas, las vegas y los campos trigales que tanto necesitaban.

Pisuerga

Orillas del Pisuerga

Alrededor de las ciudades castellanas, por ejemplo comienzan a abundar las manchas verdes de los cultivos de regadío. En Valladolid, los huertos y plantíos cubrían las orillas del Pisuerga. Un lazo similar entre el esfuerzo urbano y el agrícola, se observan en otras regiones. «Unos de los méritos del gobierno ilustrado de Pedro de Toledo en Nápoles fue el haber saneado, cerca de la gran ciudad, la región pantanosa de la Terra di Lavoro entre Nola, Aversa y el mar; el haberla convertido, al decir de un cronista, en la più sana terra del mondo, con sus acequias y sus canales de desagüe, sus fértiles tierras labrantías y sus campos desecados».

Otros casos de bonificación de tierras en el siglo XVI son los que se llevan a cabo en Lombardía, en el Véneto y en la campiña romana.

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Canal de la Martesana en Milán

La gran planicie aluvial enclavada entre las tierras altas de la Baja Lombardía y las colinas que anuncian la cercanía de los Apeninos,  ha sido transformada por el hombre, cuya obra ordenadora, que se remonta por lo menos al siglo XII,  domestica las aguas por medio de diques, facilita el transporte mediante canales y hace desaparecer los pantanos nefastos, que se vuelven tierras en que abundan los arrozales y las praderas artificiales. De estos trabajos se encuentran también ejemplos en el siglo XVI. El más importante es realizado por el Francisco Sforza, duque de Milán, quien complementando obras de su antecesor Ludovico el Moro, hace abrir, en 1546, el canal de la Martesana, que lleva a Milán las aguas del Adda por un trayecto de más de treinta kilómetros, que una ampliación realizada en 1573 hace navegable, permitiendo así la unión de los dos grandes lagos lombardos, el Como y el Mayor.

Mientras tanto, Venecia se vuelca hacia sus dominios de Terra Ferma, para bonificar tierras en provecho de la agricultura  y encauzar las aguas que amenazan a la misma ciudad capital, ubicada ella misma en el corazón de un pantano potencial.También se despliegan esfuerzos en la campiña romana. Con todo, la situación en el siglo XVI deja todavía mucho que desear. «Benvenuto Cellini, a quien le gustaba salir de caza por los alrededores de Roma, refiere detalladamente cómo se salvo por milagro, según asegura, de una larga enfermedad que bien pudo ser un ataque agudo de paludismo.» Y la situación no mejora con el tiempo. No faltan los testimonios, en los siglos siguientes, de las angustias y miserias de estas tierras, del abandono de sus propietarios y de las fiebres que azotaban la región. Sólo en la primera mitad del siglo XX serían definitivamente drenadas las Lagunas Pontinas, que lo fueron por el gobierno fascista, que las limpió de vegetación y las urbanizó.

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Andalucía – Doñana: la marisma se vuelve parque

A Andalucía dedica Braudel unos párrafos muy interesantes. La trata como un caso especial. Andalucía era en el siglo XVI una de las zonas más ricas del Mediterráneo. También esta región hubo de ser conquistada trozo a trozo. En los primeros tiempos romanos, todo el Bajo Guadalquivir era una marisma. Pero muy pronto, la Bética se volvería, en el corazón de la España romana, en un vergel de ciudades hermosísimas, aunque demasiado pobladas y difíciles de mantener. Conquistada y reconquistada, pasa a ser florón de cada nueva corona hispana. Córdoba llega a ser escuela de toda España, de todo el Occidente musulmán y cristiano. Junto a Sevilla, es también capital del arte y centro de civilización. A Sevilla, que pasa a ser sede de la Casa Contratación, reguladora nada menos que del comercio con América, proveedor de la plata de México y de Perú, entre otras riquezas. Andalucía es señalada por el historiador francés en paradigma de la potencialidad agrícola de la gran planicie mediterránea cercana al mar, que la obliga a salir de sus fronteras para aprovechar los espacios que el océano le abre y proyectarlos hacia el resto de España y de Europa.

Una planicie de esta especie «acaba convirtiéndose en potencia económica humana, en una fuerza. Pero no vive para sí misma: ha de vivir y producir para el exterior. Y esto, condición de su grandeza, es también – en un siglo XVI donde nadie tenía asegurado el plan cotidiano- la causa de su dependencia y miserias. Ya lo veremos en el caso de Andalucía, forzada, desde antes de 1580, a importar trigo nórdico».

El caso de Andalucía merecería sin duda un capítulo adicional.

© Lino Althaner

Las montañas del Mediterráneo (3)

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Según Fernand Braudel la historia del mundo mediterráneo comenzaría en la montaña. La montaña es sobre todo la tierra de los pastores. La civilización mediterránea no ha sido capaz de encubrir y disimular sus elementos pastoriles y cazadores, trashumantes, que son propios de las primeras etapas de la historia. El autor de El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II los vincula predominantemente con la vida que se desarrolla en las regiones altas del espacio que es objeto de su estudio. Esas regiones montañosas serán aquí, en primer lugar, el objeto del poblamiento, explotación y organización humanas.

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Bandujo, Asturias

¿Cuáles son los factores que influyen en tal acontecer? Destaca Braudel la fama de las llanuras como “reino de las aguas estancadas y de la malaria” y ámbito de los ríos cuyos cursos inciertos no han sido aún regulados por obra humana alguna. Sólo de manera más bien lenta y mediando muchos padecimientos esas “tierras bajas febriles, brillantes de aguas muertas”, incubadoras de la peste, han podido ser disciplinadas, y saneadas las comarcas aledañas, posibilitando poco a poco el poblamiento de las mismas.

Hechos. En Provenza. Una mirada investigadora sobre los establecimientos prehistóricos del Bajo Ródano, permitirá advertir que todos los centros reconocidos aparecen situados en las altas regiones calcáreas que dominan la depresión del Delta. Miles de años después, tan solo en el siglo en el siglo XV se da inicio a las labores de saneamiento de las marismas.

En Portugal. No hay constancia de depósitos prehistóricos en las cuencas ni en los valles, mientras que las montañas aparecen pobladas desde la Edad del Bronce, consecuencia de lo cual es una remotísima deforestación de las alturas, que hace lugar a la presencia humana y sus requerimientos de sustento. Las localidades más antiguas que se conocen, de la época de los reyes asturoleoneses (siglos X y XI), están ubicadas en tierras encumbradas.

Toscana, Sorano

Toscana, Sorano

En Toscana, en el mismo corazón del mundo Mediterráneo: “Región de estrechas llanuras, naturalmente pantanosas, cortadas por valles encajonados entre las colinas que se elevan más y más a medida que vamos hacia el este y hacia el sur; y, en él las ciudades. ¿Dónde encontramos las primeras, las más antiguas de todas? Exactamente en el último piso, sobre las pendientes medias, hoy cubiertas de viñedos y olivares. Allí se alzaban las ciudades etruscas, las oppida, escalonadas a muchos centenares de metros sobre los valles, colgadas sobre las colinas. En cambio, Pisa, Luca y Florencia, ciudades de la llanura, adquieren rango tardíamente en la época romana”.

La amenaza de los pantanos que rodean Florencia no es ninguna broma, persistirá durante mucho tiempo, siendo posible observar de pronto peligrosas subidas de nivel de las aguas perniciosas. En el siglo XVI, todavía no se encontraban del todo saneadas las bajas tierras toscanas. «Las fiebres se extienden en las marismas, en la llanura triguera de Grossetto, donde todos los esfuerzos de la política de los Médicis… no llegaron a desarrollar el cultivo intensivo del trigo necesario para la gran exportación”.

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Asturias, Covadonga

Por lo tanto, hablar en el Mediterráneo de tierras viejas sería tanto como hablar de alturas mientras que si se dice de llanuras habría que entender que se habla de tierras nuevas. Quien desee comprender la vida mediterránea, concluye en esta parte Fernand Braudel, «debe encuadrarla dentro del marco de esta antítesis: sólo ella le da su sentido histórico y humano»..

Un motivo más para no dejarse engañar, entendiendo en términos demasiado unilaterales la afirmación de que la montaña es adusta. Lo es ciertamente. Por el clima, por las dificultades inherentes a la comunicación y a la disponibilidad de recursos, por el mayor esfuerzo que es preciso hacer para arrancarle en ella los frutos a la tierra. Es verdad también que a veces es elegida como guarida de bandoleros, compañía no deseada para los habitantes de las encumbradas villas.

Pero ella tiene también su faz acogedora, que se muestra, según se ha visto, en la historia primitiva de las tierras aledañas al mar Mediterráneo, cuando el hombre busca ante todo el lugar seguro y saludable necesario para asentar una cultura duradera. A mayor abundamiento, ya se ha visto como también ampara al habitante de las tierras bajas en los tiempos difíciles en que su paz y su libertad son amagadas precisamente por el bandolerismo cuando este se impone en la llanura, si no por la tiranía del gobernante, por la rapiña del conquistador foráneo o por la peste desatada.

La montaña del mundo mediterráneo, símbolo de civilización naciente. Símbolo de rigor y de esfuerzo. Símbolo de autonomía y de libertad.

© Lino Althaner

Las montañas del Mediterráneo (2)

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Las montañas han solido ser tenidas como los barrios pobres del Mediterráneo. Sin embargo, esto es relativo. Advierte Fernand Braudel que en el siglo XVI había también lugares pobrísimos en comarcas no montañosas: tales las estepas de Aragón o las marismas pontinas del Lacio; pero tampoco faltaban en las serranías los sectores bastante favorecidos por la  naturaleza: por ejemplo, los valles situados en las alturas de los Pirineos. Las lluvias abundantes son, en las alturas, un factor de riqueza. Allí suelen abundar, por lo tanto, las tierras verdegueantes, dotadas de jugosos pastos y de espesos bosques. En otros sectores, la fortuna montañesa la hacen los recursos minerales del subsuelo.

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Pirineo aragonés 

Hay casos extremos, es cierto, de aridez y de pobreza. Fernand Braudel menciona algunos: el de la desolación que puede comprobar el embajador de Venecia cuando atraviesa la Alta Calabria en 1572 para reunirse en Sicilia con don Juan de Austria, el ilustre hermano de Felipe II; o del desamparo que se impone en la sierra Morena o en las sierras de Espadán; recuerda el paisaje abrupto de la Sierra de Bernia, en la cordillera Bética, que la hacía propicia a convertirse en centro de levantamientos moriscos como el ocurrido en 1526, con bastante anticipación a la rebelión y posterior guerra de las Alpujarras; y también se refiere a la inhospitalidad de los montes del interior de Sicilia. Casos semejantes podrían mencionarse unos cuantos más, de montañas estériles y hostiles incluso a la vida pastoril. Señala, sin embargo, el historiador francés, que no serían la regla general.

Se ha dicho que mientras la llanura es la zona en que prosperan las poblaciones de tipo urbano, la montaña sería la comarca del hábitat disperso y de las pequeñas aldeas. Afirmación que tampoco es válida sino de manera relativa. Hay ocasiones en que la llanura, como consecuencia de la agresión del invasor, del pirata o de la peste, se ve amenazada de saqueo, de devastación o de mortandad, se vuelve insegura. Entonces, qué le queda al habitante de la planicie sino preparar las maletas para refugiarse en el que ha elegido como su baluarte montañés, difícilmente accesible para el adversario de turno.

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Peillon, en Provenza, a 13 km. de Niza

Una cosa es con todo segura: «tanto si se habita en pequeñas aldeas como en pueblos grandes, la población montañesa resulta, por lo general, insignificante en comparación con los vastos espacios, de difícil tránsito, que la circundan, … y carentes, por tanto, de contactos e intercambios… La montaña se ve forzada a vivir de sí misma en cuanto a lo esencial; debe producirlo todo, como sea: cultivar la vid, el trigo y el olivo, aunque ni el clima ni el suelo sirvan para ello. Sociedad, civilización, economía: todo presenta aquí un carácter acusado de arcaísmo y de pobreza». Pero también aquí es difícil proclamar una ley absoluta. Para ello bastaría traer a la memoria la cultura artística que florece en los Alpes o la civilización pirenaica, que florece por ejemplo en la forma de la vigorosa arquitectura románica que allí nace en los siglos XI y XII.

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San Clemente de Tahull, en el valle de Bohí, Cataluña

Se advierte en estas tierras encumbradas una tendencia general a  permanecer «al margen de las grandes corrientes civilizadoras, que discurren lentamente, pasando de largo» ante su presencia. «Capaces de extenderse ampliamente en sentido horizontal, estas corrientes parecen impotentes para ascender en sentido vertical ante un obstáculo de varios centenares de metros de altura». Ni la misma Roma y su civilización triunfante significa mucho para estos mundos encaramados, reacios a dejarse impregnar con la corriente histórica imperante en la llanura.  La cultura latina, salvo excepciones, no se atreve a penetrar en tales parajes. Una situación que no se altera sustancialmente cuando la Roma de los Césares se muda en la de San Pedro y de los papas. Sólo con muchas dificultades y con mucha perseverancia puede avanzar el cristianismo en la tarea de evangelizar a los indómitos pastores y campesinos, la cual está todavía pendiente en el siglo XVI. En el Mediterráneo conquistado por el Islam, advierte Fernand Braudel, sucede algo parecido. De los bereberes del norte de África o de los kurdos del Asia Menor difícilmente podría decirse, aún hoy día, que hayan sido ganados del todo por la fe de Mahoma.

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Paisaje de Luberón

En otros sitios la montaña representa una zona de disidencia religiosa. Recordemos lo ya dicho acerca de la sierra de Bernia o de la sierra Nevada granadina. Algo parecido ocurre en Aragón. Cuando la llanura ha sido ya consolidada para el cristanismo, la fe y la cultura musulmana encuentran en las estribaciones montañosas la manera de susbsistir de alguna manera. Por otro lado, los esmirriados restos de los cátaros y de los valdenses perseguidos y exterminados de manera tan violenta durante la cruzada antihéretica del siglo XIII, encuentran refugio en el Luberón provenzal.

Hilos muy tenues suelen unir a las montañas con las creencias dominantes. La civilización se instala con dificultades en las alturas.Tiene en ellas un valor poco seguro. Confirma Braudel estas afirmaciones con varios ejemplos, demostrativos todos ellos del desajuste y del extraordinario rezagamiento de la vida montañesa, tanto en lo espiritual como en los demás aspectos de la civilización.

No es de extrañar que el folklore de estas comarcas este impregnado de una credulidad del todo primitiva, muy relacionada con la magia y la superstición que propician toda suerte de supercherías. «Extensas y virulentas epidemias diabólicas se extienden de un extremo a otro entre las aniguas poblaciones europeas, aterrándolas, sobre todo en las zonas altas, cuyo aislamiento las mantiene en estadios muy primitivos. Brujos, hechiceros, prácticas mágicas, misas negras: floración de un antiguo subconsciente cultural del que la civilización de Occidente no consigue liberarse».

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Monte Brocken en el Harz

Montañas mágicas las hay por todas partes, de Alemania y Francia a los Alpes y a los Pirineos. El aquelarre es una forma misteriosa de catarsis, y también «una compensación social y cultural, revolución mental a falta de una revolución social llevada adelante con coherencia».  La lectura de Braudel me recuerda en este punto la escena de la primera parte del Fausto en que Mefistófeles conduce a su víctima al monte Brocken, en las alturas Harz, para participar en el desenfreno de la Noche de Walpurgis.  En esta parte de su obra Goethe ha recreado de alguna manera esa realidad recargada de seres diabólicos, que impera sobre todo, aunque no exclusivamente, en las comarcas elevadas de una Europa no  lejana del bajo medioevo.

«El diablo recorre todos los caminos de Europa en el momento en que el siglo XVI toca a su fin, y más todavía durante las primeras décadas del siglo siguiente. Y parece que se adentra en España a través de los elevados pasos de los Pirineos. En Navarra, en 1611, la Inquisición castiga con severidad a una secta de más de 12.000 adeptos, los cuales adoran al diablo, le levantan altares y tienen trato familiar con él«.

© Lino Althaner

Las montañas del Mediterráneo (1)

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Las montañas del Mediterráneo. Son casi omnipresentes. Salvo en el sector norafricano y levantino comprendido entre el sur de Túnez y Siria, sus elevaciones dominan el paisaje. Pensemos, con Fernand Braudel como guía, en las cordilleras españolas, en los Pirineos y en los Alpes, en los Alpes dináricos, los Apeninos y el Cáucaso, en las montañas de Anatolia, el Líbano y el Atlas. Es del todo evidente que la tierra que circunda al mar Mediterráneo es mucho más que los paisajes de viñedos y olivares, las zonas urbanizadas y las franjas frondosas: es también “ese otro país alto y macizo; ese mundo erguido, erizado de murallones, con sus extrañas viviendas y sus caseríos”, en el cual “nada recuerda al Mediterráneo clásico y risueño en el que florece el naranjo”.

Su potencia demarcadora y obstaculizadora está allí siempre presente. También su imponente majestad, su fuerza metafísicamente evocadora, su carácter espectacular  que hace las delicias del turista, tanto cuando observa sus moles desde la llanura como cuando capta desde las cimas la belleza del paisaje.

Pero las montañas prefieren las estaciones frías para manifestarse en toda su fuerza, los inviernos que suelen ser cosa de temer en estos ámbitos. Por lo demás, ¿qué viajero de estas tierras -se pregunta el historiador francés- no ha conocido los tremendos aludes de la época invernal, los caminos bloqueados por la nieve, los paisajes siberianos y polares a unos cuantos kilómetros solamente de la costa despejada, los espantosos torbellinos en lugares en los cuales llegan a caer cuatro metros de nieve en una sola noche?

La Sierra Nevada y el palacio de La Alhambra

Las nevadas tardías suelen darse ya bien entrado en verano. Y así, “las nieves perpetuas salpican de manchas blancas la cimas del Mulhacén, mientras a sus pies Granada se asfixia bajo un calor sofocante; se amontonan en el Taigeto, a la vista de la cálida planicie de Esparta; se conservan sin fundirse en los ventisqueros de las montañas libanesas…»

Para dar vida a sus explicaciones concernientes al tiempo geográfico, Braudel las matiza con unas pinceladas de indudable atractivo. Así nos explica, a propósito de las montañas y de cómo ellas hacen especialmente presente la nieve en la zona del Mediterráneo, lo apreciada que era ella en el siglo XVI. El ‘agua de nieve’ se vuelve objeto de un comercio bastante importante, que se extiende desde el levante hasta el poniente. Tenía fama de poseer propiedades reconstituyentes. Ya Saladino la habría dado de beber a Ricardo Corazón de León en tierras levantinas. Y se cuenta que los caballeros de Malta padecían cuando no les llegaba la nieve proveniente de Nápoles, “pues, por lo que parece, sus enfermedades requerían ese ‘remedio soberano’. Como también, que el hijo de Felipe II, el príncipe Carlos -el héroe a la fuerza de Schiller y de Verdi- habría abusado de ella hasta encontrar la muerte en 1568 mientras estaba preso en el palacio real madrileño.

“Tan productiva era la venta de “agua de nieve en Roma que se convirtió en monopolio. En España, se metía la nieve en pozos, donde se conservaba hasta el verano”.

Café Procope (Paris) - Placa conmemorativa

Café Procope-Paris-placa conmemorativa

Se hacen entonces más eficientes los procedimientos para conservar la nieve y el hielo,  lo cual hace que florezca la industria de los sorbetes y los helados. Italia, cuya industria gelatera es hasta hoy día proverbial por su maestría, se lleva la palma en esta materia. Catalina de Médicis habría llevado la moda y las recetas italianas a la corte francesa, con motivo de su matrimonio con Enrique II en 1533, y así no tardarían los helados en adquirir fama en todo el país. Se dice, a propósito, que poco más de un siglo después se habría abierto la primera heladería parisina, el famosísimo -no solamente por sus helados- Café Procope.

Una cara optimista de la montaña, ésta que la muestra induciendo a los hombres a inventar con el producto de las nevadas frutosos sorbetes que refrescan en las horas calurosas y cremas heladas que acarician el olfato y la lengua, y atemperan el ánimo.

Aunque es preciso no olvidarse nunca de la otra cara, más bien adusta, que tienen las montañas.  El siglo XVI no sabe de carreteras o ferrocarriles como los que actualmente permiten a los mercaderes o a los turistas esquivar cómodamente los obstáculos y los peligros que acechan en las alturas. Además, los hombres que habitaba esas regiones no eran exclusivamente pastores. Eran menos civilizados que los hombres de abajo, y no faltaban entre ellos antisociales, los que bogan contra la corriente civilizada, ni tampoco los bandidos.

Estatua de don Pelayo en Covadonga (Asturias)

En memoria de don Pelayo y la batalla de Covadonga

Así, pues, “el viajero, cuando puede, procura sortear los obstáculos, circular, por así decirlo, sin salir del piso bajo, de planicie en planicie, pasando de un valle a otro. Sólo cuando no tiene más remedio se aventura por ciertas sendas escarpadas, por desfiladeros de siniestro nombre. Pero sale de ellos lo antes posible. El viajero se siente, se sentía sobre todo hasta ayer, prisionero de las tierras llanas, de los jardines, del deslumbrante litoral, de la vida abundosa del mar”.

Al viajero le es lícito esquivar las montañas, altas y cercanas. Más no al historiador, que peca a veces en no alejarse de las ciudades y de sus archivos. Pero, se pregunta Fernand Braudel, «cómo es posible que pasen inadvertidos esos grandes y encumbrados actores de la historia, esas montañas pobres, medio salvajes, pero en donde el hombre brota como una planta vivaz, y, al mismo tiempo, sin embargo, semidesiertas, puesto que el hombre siente el impulso de abandonarlas continuamente?» Porque, las montañas tienen aspectos misteriosos y esconden secretos que de pronto revelan su importancia en la historia cultural, en el desarrollo de la espiritualidad, en los afanes por la independencia y por la libertad, en la historia política, para quien desee dilucidarlos. No es admisible, por lo tanto, que el historiador las evite, o se deje engañar por su carácter desértico. Tampoco lo es que razone de forma simplista con respecto a los hombres que allí habitan, como los cretenses, que ya según  Homero, desconfiaban de los salvajes montañeses, ni como Telémaco que evoca el Peloponeso en que le tocó vivir entre mugrientos aldeanos «comedores de bellotas».

Ya veremos cómo se manifiesta en los ámbitos montañeses una parte no despreciable de la historia trifacética que Braudel estudia  en su «Historia del Mediterráneo y del mundo mediterráneo en la época de Felipe II».

© Lino Althaner

El mundo mediterráneo, según Fernand Braudel

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El Mediterráneo no es solamente un mar. Es un complejo de mares, en el cual se incluyen ámbitos regionales como, por ejemplo, los correspondientes a los mares Egeo y Jónico, Adriático y Tirreno. El Mediterráneo se interioriza en las profundidades del Mar Negro y parece esforzarse por comunicarse con el Mar Rojo: en el siglo XVI los turcos tuvieron en la mente un canal que atravesara la franja del istmo de Suez. Los hombres se ponen al servicio de sus energías  y desarrollan una actividad que crecientemente pone de manifiesto sus vínculos con las aguas exteriores del golfo Pérsico y principalmente con el océano Atlántico,  cruciales ambas para su propio destino.

mar mediterráneoEs este un mar poblado de islas, unas significativamente extensas como Sicilia y Córcega, discretas otras como Chipre, Creta y algunas de las antaño llamadas Espóradas y Cícladas, otras en fin diminutas como Malta o Pantelaria, situadas entre Sicilia y la costa africana de Túnez. La vida del Mediterráneo es la de sus islas, el de sus grandes penínsulas y el de sus costas, pródigas tanto en acogedores golfos como en acantilados y roqueríos que dan al mar abierto. Pero, como dice Fernand Braudel, “su vida se halla mezclada a la tierra, su poesía tiene mucho de rústica, sus marinos son, cuando llega la hora, campesinos tanto como hombres de mar”. Porque  el Mediterráneo es tanto el mar de los olivos y los viñedos como el de los estrechos barcos de remos o los navíos redondos de los mercaderes que lo recorren en el siglo XVI. Su historia “no puede separarse del mundo terrestre que lo envuelve, como la arcilla que se pega a las manos del artesano que la modela”. Por lo demás, su vida no se relaciona solamente con las tierras vecinas a sus orillas, sino que también con alejadas regiones, para las cuales se hace de pronto  significativa la red de vínculos materiales y culturales que las vinculan al mar interior y a las regiones accesibles a través de él.

Alejandría de Egipto, en la costa africana del Mediterráneo

Alejandría, milenaria ciudad egipcia en la costa africana del Mar Mediterráneo

En la época de que trata Braudel en su libro, poco a poco el mundo occidental deja de girar en torno al Mediterráneo -“de vivir para él, con él y ajustándose a su ritmo”- para desplazar su centro hacia el poniente atlántico. Gracias a los descubrimientos de Colón y de sus sucesores, por los caminos de este océano se vuelven accesibles a Europa las Indias americanas y se abren nuevos caminos para llegar a las de Catay y las islas de las especias. El hombre vive por primera vez plenamente la experiencia de la redondez de la tierra. Su mundo es ahora muchísimo más amplio. En esa inmensidad, el Mediterráneo pasa a ser una mancha en el mapa. Aunque no hay que fiarse de las apariencias.

También España se ve violentamente atraída, o tal vez empujada hacia el mundo Atlántico, sobre todo a partir de los últimos decenios de la centuria,  y no puede sino hacerlo, pues es allí donde su hegemonía se verá muy pronto amenazada. Baste pensar, con tal motivo, para entender de qué se trata, en la creciente conciencia española -cuando ha transcurrido casi un siglo desde los viajes de Colón- de la renovada configuración geográfica del inmenso imperio y en la aventura frustada de la Grande e Invencible Armada.

A propósito de ello, se pregunta Fernand Braudel si los grandes personajes que aparecen frecuentemente en las historiografías como gestores de los acontecimientos -en este caso, el mismo Rey Prudente o su medio hermano Juan de Austria, o sus antagonistas en Inglaterra o en Francia- no fueran tal vez más que juguetes de la historia, de una historia  que, antes que obra de las decisiones o indecisiones de tales personalidades, de sus fortalezas o de sus debilidades, es condicionada imperceptiblemente por otros factores, tales como los movimientos, casi atemporales, difícilmente perceptibles, que ocurren en la relación del hombre con el medio que lo rodea, fuerza poderosa esta que abre sus ojos al conocimiento y a la creatividad, a la aventura, a los afanes de relación, de intercambio y de competencia, y también los que se manifiestan en el mar de fondo de la historia social de los grupos y las agrupaciones, las economías y los estados, los pueblos y las civilizaciones, movidos tal vez, claramente en ciertas ocasiones, por circunstancias ajenas a la voluntad del individuo, del rey o del mariscal, por poderoso que sea.

  Retrato de Felipe II por Sofonisba Anguissola 1573

Nos dice Braudel que no nos fiemos demasiado de la historia de los individuos y de los acontecimientos, que nos muestra las oscilaciones breves, rápidas y nerviosas, «la agitación de la superficie, las olas que alzan las mareas en su potente movimiento», y que es, por supuesto, «la más apasionante, la más rica en humanidad, y también la más peligrosa». «Desconfiemos -insiste- de esta historia en ascuas, tal como las gentes de la época la sintieron y la vivieron, al ritmo de la vida, breve como la nuestra. Esta historia tiene la dimensión tanto de sus cóleras como de sus sueños y de sus ilusiones». Más que en la agitación de la superficie, advirtamos las mareas que la producen. Todavía más, tratemos de investigar las profundas causalidades que ocasionan el movimiento de las mareas.

Porque los acontecimientos resonantes no son, con frecuencia, más que los instantes fugaces  en que se manifiestan «las grandes corrientes subterráneas y a menudo silenciosas cuyo sentido sólo se nos revela cuando abrazamos con la mirada grandes periodos de tiempo». Solo una vez conocidos esos grandes destinos puede ser apreciado el fenómeno histórico por encima de su aparencia, y comprendido en su verdadero significado y en su real importancia. Para ello es preciso distancia temporal y falta de compromiso directo con los hechos analizados.

Cito a Fernand Braudel: «El lector que se dedicara a leer los papeles de Felipe II como si estuviera situado en el sitio de éste, se vería transportado a un mundo extraño, al que le faltaría una dimensión; a un mundo poblado, sin duda, de vivas pasiones: a un mundo ciego, como todo mundo vivo, como el nuestro, despreocupado de las historias de profundidad, de esas aguas vivas sobre las cuales boga nuestra barca, como un navío borracho, sin brújula».

Orbis terrarum nova et accuratissima tabula

Orbis Terrarum Nova et Accuratissima Tabula, mapamundi del s XVII (1658), por  N. Visscher

Una imagen muy superficial y muy parcial de la historia, sería la que brindara una mirada en tal medida comprometida, demasiado cercana,  incapaz de ver más allá de las cuatro paredes de los afectos y de las antipatías del observador. Sin caer en tal extremo, es frecuente con todo que las visiones de los historiadores se vean afectadas tanto por la incapacidad de una mirada objetivo de los fenómenos como por la de ver las cosas enmarcadas por las grandes perspectivas a que obliga una concepción de la historia que no es solo individuo y acontecimiento, sino que es también, muy  significativamente,  devenir y tiempo social, entorno y tiempo geográfico.

Una historia ambiciosa, consciente de sus deberes y de su inmensos poderes, es la que entrega Fernand Braudel a la consideración del lector, en ese gran libro que es El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II.

© Lino Althaner

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