.
‘¡Ay, ay de mí, por qué grados fui descendiendo hasta las profundidades del abismo, lleno de fatiga y devorado por la falta de verdad! Y todo, Dios mío -…-, todo por buscarte no con el intelecto -…- sino con los sentidos de la carne, porque tú estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más sumo mío‘.
(San Agustín, Confesiones III, 6, 11)
‘Incluso en el seno de los placeres más mundanos, la voluptuosidad más abandonada sigue buscando a Dios’.
(Étienne Gilson)
.
.
Toda la vida humana es posible entenderla como un camino de búsqueda. Una búsqueda de la que con frecuencia no somos conscientes. Una inquietud nos asalta que nos enfrenta a las venturas y desventuras del amor, a las incertidumbres del viaje por tierras y mares lejanos, al entusiasmo por el conocimiento formal, por la literatura y por el arte. A la naturaleza, que nos sorprende con una belleza y un orden que parecen querer revelarnos un secreto. Inmersos inclusos en nuestros deseos más primitivos y groseros, intuimos de pronto que lo que en verdad buscamos está más allá.
Tarde solemos apercibirnos de la insuficiencia de nuestros recorridos por el mundo exterior; de que el éxito, a lo menos relativo, en nuestra búsqueda incierta, no podrá tener lugar mientras no nos decidamos a incursionar en nuestro paisaje interior para recorrer pausadamente nuestras propias e insondables profundidades. Profundidades que son también alturas. Esa vía es la única capaz de dar sentido a nuestra búsqueda, de decirnos qué es lo buscamos, en el fondo, más allá de todo lo aparente. De mostrarnos, de alguna manera, aquello que nos hace falta, más que ninguna otra cosa.
Es muy posible que nos extraviemos si sólo recorremos las vías que están fuera de nosotros, por mucho que sea el interés con que observemos e investiguemos sus alrededores. Es posible que ni siquiera lleguemos a saber qué es lo que de verdad perseguimos. Es posible que nos perdamos en los accidentes, en los acontecimientos, en las cosas y en los sentimientos, sin obtener jamás satisfacción, parcial a lo menos, a nuestra más importante inquietud.
.
.
Aurelio Agustín de Hipona, San Agustín, sabía sí cual era el objeto de su búsqueda -Dios, lo Absoluto, la inefable Unidad que es origen de todo, el Todo que a todo da sentido- pero erraba el camino. Y así nos relata, en el capítulo 6 del libro X de Las Confesiones:
‘Pregunté a la tierra y me dijo: No soy yo; y todas las cosas que hay en ella me confesaron lo mismo. Pregunté al mar y a los abismos y a los reptiles de alma viva, y me respondieron: No somos tu Dios, búscale sobre nosotros. Interrogué a las auras que respiramos, y el aire todo, con sus moradores, me dijo: Engáñase Anaxímenes; yo no soy tu Dios. Pregunté al cielo, al sol, a la luna y a las estrellas. Tampoco somos nosotros el Dios que buscas, me respondieron.
‘Dije entonces a todas las cosas que están fuera de las puertas de mi carne: Decidme algo de mi Dios, ya que vosotras no lo sois; decidme algo de él. Y exclamaron todas con grande voz: Él nos ha hecho. Mi pregunta era mi mirada, y su respuesta, su apariencia.
‘Interrogué, finalmente, a la mole del mundo acerca de mi Dios, y ella me respondió: No lo soy yo, simple hechura suya.’
.
.
Pues las exterioridades nos dicen de una presencia, de una razón de ser superior, distinta a ellas. Nos dicen de Dios pero no nos muestran a Dios. Entonces, por fin, intuye Agustín el sitio correcto en el cual indagar:
‘Entonces me dirigí a mí mismo y me dije: ¿Tú quién eres?, y respondí: Un hombre. He aquí, pues que tengo en mí prestos un cuerpo y un alma; la una interior; el otro exterior. ¿Por cuál de éstos es por donde debí yo buscar a mi Dios, a quien ya había buscado por los cuerpos desde la tierra al cielo, hasta donde pude enviar los mensajeros rayos de mis ojos?’
Y se contesta a sí mismo:
‘Mejor, sin duda es el elemento interior, porque a él es a quien comunican sus noticias todos los mensajeros corporales, como a presidente y juez, de las respuestas del cielo, de la tierra y de todas las cosas que en ellos se encierran, cuando dicen: No somos Dios y Él nos ha hecho. El hombre interior es quien conoce estas cosas por ministerio del exterior; yo interior conozco estas cosas; yo, Yo-Alma, por medio del sentido de mi cuerpo.’
Es que buscaba -dice Agustín- fuera de mí en vez de hacerlo dentro de mí, a tí que estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más sumo mío.
.
.
Es que buscaba, comenta Jean Francois Lyotard, tomando el lugar de Agustín,
‘con mi cuerpo de bestia que se afanaba, trabajando con esfuerzo, con ardor, y echaba espuma por la boca en el hambre de la verdad. Le arrojaba a la bestia montones de bocaditos para atenuar su hambre: frivolidades, herejías, los enredos del teatro pagano, las mascaradas de las sectas maniqueas. Y rodaba con ella hasta los bajos fondos de la credulidad.’
Y, sin embargo, insiste el filósofo francés con las mismas palabras de Agustín,
‘tú estabas más dentro de mí que mi propia intimidad, interior intimo meo, más por encima de mí que mi punto más alto, superior summo meo.’
Allí, en la morada del Espíritu, que hace que se activen otros sentidos, los ojos y los oídos del alma, es posible percibir aromas y gustos y contactos más sutiles y también más verdaderos.
Allí es donde se encuentra el hombre con lo Absoluto, la Suprema Causa, el Espíritu Inefable, el No-ser divino.
.
.
En forma semejante, puede entender el hombre la travesía de la vida, siguiendo el camino que se inicia en la indiferenciación, en lo que es el niño antes de convertirse en persona, que sigue en la difícil lucha por la madurez, por la individuación, y luego en la superación de las tendencias egocéntricas y egolátricas, de todos los apegos y temores, que le permite incursionar en lo transpersonal que lo vuelve a su origen y le indica lo que es en su esencia, en sí mismo. En su divinidad.
.
.
© 2012 Lino Althaner