Más profundo que mi propia intimidad

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‘¡Ay, ay de mí, por qué grados fui descendiendo hasta las profundidades del abismo, lleno de fatiga y devorado por la falta de verdad! Y todo, Dios mío -…-, todo por buscarte no con el intelecto -…- sino con los sentidos de la carne, porque tú estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más sumo mío‘.
(San Agustín, Confesiones III, 6, 11)

‘Incluso en el seno de los placeres más mundanos, la voluptuosidad más abandonada sigue buscando a Dios’.
(Étienne Gilson)
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Thomas Cole – El viaje de la vida (Infancia), detalle – wikipaintings.org

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Toda la vida humana es posible entenderla como un camino de búsqueda. Una búsqueda de la que con frecuencia no somos conscientes. Una inquietud nos asalta que nos enfrenta a las venturas y desventuras del amor, a las incertidumbres del viaje por tierras y mares lejanos, al entusiasmo por el conocimiento formal, por la literatura y por el arte. A la naturaleza, que nos sorprende con una belleza y un orden que parecen querer revelarnos un secreto. Inmersos inclusos en nuestros deseos más primitivos y groseros, intuimos de pronto que lo que en verdad buscamos está más allá.

Tarde solemos apercibirnos de la insuficiencia de nuestros recorridos por el mundo exterior; de que el éxito, a lo menos relativo, en nuestra búsqueda incierta, no podrá tener lugar mientras no nos decidamos a incursionar en nuestro paisaje interior para recorrer pausadamente nuestras propias e insondables profundidades. Profundidades que son también alturas. Esa vía es la única capaz de dar sentido a nuestra búsqueda, de decirnos qué es lo buscamos, en el fondo, más allá de todo lo aparente. De mostrarnos, de alguna manera, aquello que nos hace falta, más que ninguna otra cosa.

Es muy posible que nos extraviemos si sólo recorremos las vías que están fuera de nosotros, por mucho que sea el interés con que observemos e investiguemos sus alrededores. Es posible que ni siquiera lleguemos a saber qué es lo que de verdad perseguimos. Es posible que nos perdamos en los accidentes, en los acontecimientos, en las cosas y en los sentimientos, sin obtener jamás satisfacción, parcial a lo menos, a nuestra más importante inquietud.
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Thomas Cole – El viaje de la Vida (Infancia) – wikipaintings.org

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Aurelio Agustín de Hipona, San Agustín, sabía sí cual era el objeto de su búsqueda -Dios, lo Absoluto, la inefable Unidad que es origen de todo, el Todo que a todo da sentido- pero erraba el camino. Y así nos relata, en el capítulo 6 del libro X de Las Confesiones:

‘Pregunté a la tierra y me dijo: No soy yo; y todas las cosas que hay en ella me confesaron lo mismo. Pregunté al mar y a los abismos y a los reptiles de alma viva, y me respondieron: No somos tu Dios, búscale sobre nosotros. Interrogué a las auras que respiramos, y el aire todo, con sus moradores, me dijo: Engáñase Anaxímenes; yo no soy tu Dios. Pregunté al cielo, al sol, a la luna y a las estrellas. Tampoco somos nosotros el Dios que buscas, me respondieron.

‘Dije entonces a todas las cosas que están fuera de las puertas de mi carne: Decidme algo de mi Dios, ya que vosotras no lo sois; decidme algo de él. Y exclamaron todas con grande voz: Él nos ha hecho. Mi pregunta era mi mirada, y su respuesta, su apariencia.

‘Interrogué, finalmente, a la mole del mundo acerca de mi Dios, y ella me respondió: No lo soy yo, simple hechura suya.’
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Thomas Cole – El viaje de la Vida (Edad adulta) – wikipaintings.org

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Pues las exterioridades nos dicen de una presencia, de una razón de ser superior, distinta a ellas. Nos dicen de Dios pero no nos muestran a Dios. Entonces, por fin, intuye Agustín el sitio correcto en el cual indagar:

‘Entonces me dirigí a mí mismo y me dije: ¿Tú quién eres?, y respondí: Un hombre. He aquí, pues que tengo en mí prestos un cuerpo y un alma; la una interior; el otro exterior. ¿Por cuál de éstos es por donde debí yo buscar a mi Dios, a quien ya había buscado por los cuerpos desde la tierra al cielo, hasta donde pude enviar los mensajeros rayos de mis ojos?’

Y se contesta a sí mismo:

‘Mejor, sin duda es el elemento interior, porque a él es a quien comunican sus noticias todos los mensajeros corporales, como a presidente y juez, de las respuestas del cielo, de la tierra y de todas las cosas que en ellos se encierran, cuando dicen: No somos Dios y Él nos ha hecho. El hombre interior es quien conoce estas cosas por ministerio del exterior; yo interior conozco estas cosas; yo, Yo-Alma, por medio del sentido de mi cuerpo.’

Es que buscaba -dice Agustín- fuera de mí en vez de hacerlo dentro de mí, a tí que estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más sumo mío.
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Thomas Cole – El viaje de la Vida (Vejez) – wikipaintings.org

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Es que buscaba, comenta Jean Francois Lyotard, tomando el lugar de Agustín,

‘con mi cuerpo de bestia que se afanaba, trabajando con esfuerzo, con ardor, y echaba espuma por la boca en el hambre de la verdad. Le arrojaba a la bestia montones de bocaditos para atenuar su hambre: frivolidades, herejías, los enredos del teatro pagano, las mascaradas de las sectas maniqueas. Y rodaba con ella hasta los bajos fondos de la credulidad.’

Y, sin embargo, insiste el filósofo francés con las mismas palabras de Agustín,

‘tú estabas más dentro de mí que mi propia intimidad, interior intimo meo, más por encima de mí que mi punto más alto, superior summo meo.’

Allí, en la morada del Espíritu, que hace que se activen otros sentidos, los ojos y los oídos del alma, es posible percibir aromas y gustos y contactos más sutiles y también más verdaderos.

Allí es donde se encuentra el hombre con lo Absoluto, la Suprema Causa, el Espíritu Inefable, el No-ser divino.
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Thomas Cole – El Jardín del Edén – wikipaintings.org

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En forma semejante, puede entender el hombre la travesía de la vida, siguiendo el camino que se inicia en la indiferenciación, en lo que es el niño antes de convertirse en persona, que sigue en la difícil lucha por la madurez, por la individuación, y luego en la superación de las tendencias  egocéntricas y egolátricas, de todos los apegos y temores, que le permite incursionar en lo transpersonal que lo vuelve a su origen y le indica lo que es en su esencia, en sí mismo. En su divinidad.
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© 2012 Lino Althaner

¿Qué es lo que amo cuando te amo?

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La lectura del capítulo XXVII del libro X de Las Confesiones nos dice que el hombre interior de Agustín, el que tiene, como en todos los hombres, en el alma su morada, ha quedado prendado de una experiencia de Dios, que no sabe ubicar en el tiempo. ¿Por qué? Es que el acercamiento divino ha ocurrido en el ámbito de la intemporalidad. ¿Cómo situar, entonces, en el tiempo ‘una visita absoluta, cómo ponerla en relación en una biografía. ¿Contarla?’
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Alberto Durero – de la serie de los Seis Nudos – wikipaintings.org

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¿Contar la experiencia? ¿Decir del goce que procura? ¿Decir el hombre de lo que ama en esa instancia intemporal. Agustín intenta una explicación en el capítulo VI del mismo libro X:

¿Y qué es lo que amo cuando yo te amo? No belleza de cuerpo ni hermosura de tiempo, no blancura de luz, tan amable a estos ojos terrenos; no dulces melodías de toda clase de cantilenas, no fragancia de flores, de ungüentos y de aromas; no manás ni mieles, no miembros gratos a los abrazos de la carne: nada de esto amo cuando amo a mi Dios. Y, sin embargo, amo cierta luz, y cierta voz, y cierta fragancia, y cierto alimento, y cierto abrazo, cuando amo a mi Dios, luz, voz, fragancia, alimento y abrazo del hombre mío interior, donde resplandece a mi alma lo que no se consume comiendo, y se adhiere lo que la saciedad no separa. Esto es lo que amo cuando amo a mi Dios.

Insiste al respecto Jean-Francois Lyotard en su inflamada glosa:

‘Cuando amo a mi dios, amo una cierta luz, una voz, una fragancia, un manjar, un cierto abrazo -abrazo, sabor, fragancia, voz y luz que son del hombre interior que hay en mí, interioris hominis mei: allí lo que me esclarece el alma no ocupa ningún espacio, resuena una vibración que no tiene necesidad de ningún tiempo, se exhala una fragancia que ningún soplo esparce y se saborea un manjar que no agota la gula, el abrazo no se distiende a causa de la saciedad. Lo que amo cuando amo a mi dios es aquello, hoc est.’
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Alberto Durero – de la serie de los Seis Nudos (wikipaintings.org)

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¿Y cómo puede de algún modo describirse la experiencia, si ubicada como está al margen del tiempo, no es posible recordarla? Comenta Lyotard que ello sólo es posible merced al ‘hombre interior, que no es hombre ni interior, mujer y hombre, una exterioridad interior, tal es el único testigo de la presencia del Otro …’

‘El hombre interior no atestigua acerca de un hecho, un acontecimiento violento que habría sido escuchado, saboreado o tocado. Él no da testimonio, es el testimonio. Es la visión, el olfato, la escucha, el gusto, el contacto violado y metamorfoseado …

‘El hombre interior no evoca una ausencia. Él no está allí por el otro, él es el Otro del allí, que está allí, allí donde la luz tiene lugar sin lugar, donde el sonido resuena sin tiempo … Explosivo e implosivo, él es el plosum, la plosión que anula los a priori de la inscripción y parte del testimonio posible. Testigo, en la medida en que no es un testigo y que no puede haber testigo de ese impacto que, repítamoslo, anula los tiempos del archivo.’

De la experiencia situada fuera del tiempo no puede haber recuerdo. Sin recuerdo, falla el testimonio. Es que el hombre interior como testigo no tiene que dar cuenta de la presencia del otro sino que de su identidad, de la identidad suya con el Otro, el Amado, en el seno del alma del Amante. Identidad que dice de permanencia más que de presencia ocasional.
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Alberto Durero – de la serie de los Seis Nudos (wikipaintings.org)

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Así es lo que amo cuando amo a mi Dios. Así dice Agustín. Y repite emocionado Lyotard.

Y así continuamos con estas reflexiones, en que acojemos la guía de Jean-Francois Lyotard (Losada, Buenos Aires 2002), quien en su libro La confesión de Agustín nos conduce por el camino las Confesiones de Aurelio Agustín de Hipona.
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© 2012 Lino Althaner

La confesión de Agustín

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Una vez más, un pensador muy moderno o más que moderno -posmoderno- vuelve la mirada hacia sus propias honduras espirituales, que lo guían hacia otras profundidades, aún mayores y ejemplares, en que encuentra una guía suma de espiritualidad cristiana. Jean Franc0is Lyotard (1924-1998), filósofo, sociólogo, maestro de teoría literaria, profundo analista del impacto de la llamada posmodernidad -del Dios lejano o ‘muerto’- en la condición humana, es el encantado. Y el encantador, Aurelio Agustín de Hipona (354-430) santo doctoris ecclesiae,  prolífico como pocos, conocido preferentemente por la Ciudad de Dios y por sus sublimes Confesiones.
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Estas Confesiones agustinianas, íntimo diálogo de una mente excepcional, de un espíritu selecto, con su Dios, el Dios de cuya presencia en sí mismo ha llegado San Agustín a estar cierto, son las que atraen la atención de Lyotard. Enamorado de ellas, el filósofo francés, a través de una glosa inflamada más que de lenguaje filosófico, de la lengua mística, del flujo raramente articulado de palabras cuyo origen se halla sin duda en los estratos inconscientes de la mente, fuentes de las cuales manan las intuiciones e imágenes más certeras. Por supuesto más certeras que las rigurosamente limitadas por los hitos de la razón metódica y de la lógica aristotélica, tan demasiado humanas.

No es la primera vez que me refiero en esta bitácora a las Confesiones. A lo menos en una ocasión ya comenté sucintamente algunos párrafos suyos, modélicos a mi entender por la claridad con que muestran el vuelo místico y el vuelo poético de Agustín, su agudo pensamiento, su espíritu lleno de fortaleza y de finura, su prosa brillante, vehemente, demostrativa de la seguridad de su visión. Influida tal vez por la lectura de Plotino, de Proclo, del Pseudo Dionisio Areopagita, precedentes neoplatónicos del incomparable Aurelio Agustín, su prosa es una prosa inflamada. Una prosa inflamada, que a su vez inflama al lector. Es la que inflamó a Jean-Francois Lyotard.

Es claro que el libro de Lyotard La confesión de Agustín ha quedado incompleto. Interrumpido por el evento más luminoso en la vida de todo ser humano, el que abre las puertas al diálogo cara a cara.
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El primer comentario de Lyotard se refiere al famoso capítulo XXVII de Libro X de las Confesiones:

‘¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían.

‘Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed, me tocaste, y abraséme en tu paz.’

Comienza, pues, Lyotard, con la confesión de su tardanza y lo equivocada de su búsqueda. Así, con frecuencia, nos perdemos en lo superficialmente o exteriormente deslumbrante, lo que nos retrasa, y así más postergamos el encuentro con lo que importa de verdad, ya que es luz que no pasa fugazmente, sino que permanece, incluso después del paso más allá. 

‘Repleto de delicias mundanas, arrellanado en la indigencia de las satisfacciones, el yo flotaba calmo y saciado, como un esquife inmóvil en la agitación nula. Entonces -pero ¿cuándo?- tú anclas en él y te abres acceso por sus cinco estuarios. Aspiras hacia ti, viento de gran frescura, tifón, los labios cerrados del mar en calma, los abres y los despliegas en rompiente.

‘Del mismo modo, el amante excita las cinco bocas de la mujer y hace crecer sus vocales, las de la oreja, las del ojo, las ventanas de la nariz y la lengua hasta que la piel chirría. Helo aquí consumido de tu fuego, impaciente de la paz que tu quíntuple ferocidad le administra’.

Así, entonces, a tan insistente llamada del Amado, formulada con voz tan fuerte, y acompañada de un perfume, de un brillo, de un imán interior, tan poderosos, no puede el filósofo sino inclinarse, y al igual que Agustín, agachar la cabeza y beber de la fuente cuyas aguas sanadoras se le ofrecen.
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Es el llamado tan imperativo, que conmueve al espíritu del hombre, quienquiera que sea, hasta el punto de abrir paso al inconsciente y despejar a la consciencia de todo obstáculo que le impida acoger al Inefable desconocido que lo convoca e invita. Al que siempre se sabe que está ahí, a la espera, todo vida saludable, todo caridad y misericordia.

Expresiva es la glosa de Lyotard, que parece extasiarse en repetir y extender y ahondar las palabras del santo doctor de la Iglesia:

‘Llamas, gritas, has triturado mi sordera. Brillas, resplandeces, has desterrado mi ceguera. Expandes tu fragancia, que me penetra, y respiro contigo. Te degusté en mi boca y heme aquí hambriento, sediento. Me tocaste la piel y me encendí de ardor por tu paz.’

Llamas, gritas, ‘tú, la belleza’.

‘Tardé tanto en amarte, tú, tan antigua y tan nueva, cuán tarde te amé. Pero también veo ahora que tú estabas adentro cuando yo estaba afuera, buscándote afuera entre las formas tan graciosas que has creado, me precipitaba sobre ellas y me precipitaba sobre mi desgracia. Tú estabas conmigo y no estaba contigo. Me alejaban y me apartaban de ti esas mismas cosas que no existirían si no estuvieran en ti.

Aquí se manifiesta el Eros divino, sagrado, el mismo de Juan de la Cruz y de Teresa de Ávila. De allí el lenguaje desgarrado, violento, propio de enamorados que se confiesan amores, que se confiesan tal vez un atraso a la hora de juntarse o una ocasional infidelidad,  que no es obstáculo para la continuidad del amor. Tanto más, si es amor a Dios, la misericordia misma, la misma comprensión, el mismo amor.

Pues, ‘tu ojo nos vigiló y horadó las trampas de la carne …, tu voz nos acarició, galopamos tras tu fragancia como galgos extraviados. Tú lo conduces, él se entrega a tu beatitud, tú lo has tomado por mujer, lo has partido, abierto e invertido. Convertiste su intimidad en su afuera introduciendo allí tu propio afuera. Y de esta exterioridad tuya injertada en él, haces tu santo de los santos …., tu santuario en mí.

Yo estoy convencido. Es que Lyotard, por mucho que a veces parezca encubrirlo, también ha escuchado el llamado, la convocatoria impostergable.
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Seguiré con estos comentarios de Lyotard -en su libro La confesión de Agustín– a las Confesiones en próximas entregas.

Las obras pictóricas reproducidas corresponden a diseños para la Iglesia del Espíritu Santo de Düsseldorf, obra del artista austríaco Koloman Moser (1868.1918). 

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© 2012 Lino Althaner

Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva

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Tenía casi listo para la edición el comentario sobre el capítulo III del Tao Te King, cuando fui invitado por unos amigos a salir a tomar té. La entrada aquella quedó, pues, postergada para mañana, pues no es algo que se pueda hacer a presión, una nota sobre ese libro, y particularmente si se refiere al capítulo III, que presenta dificultades especiales de interpretación. Sin embargo, me había autoimpuesto el deber de sacar hoy una entrada. Una que me fuera más fácil redondear.
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Bartolomé E. Murillo – San Agustín meditando – imagen de wikipainting.org

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Buscando párrafos marcados en los libros de mi biblioteca, me he topado con las Confesiones de San Agustín. Transcribo algunos trozos  destacados por su significación y su belleza literaria. Desde el punto de vista religioso, tienen para mí un sentido que claramente se extiende más allá del cristianismo. La apertura a la trascendencia y la añoranza de Dios es, a no dudarlo, un sentimiento común a los hombres de todos los rincones de la tierra.  Cuando estos sentimientos se hacen conscientes, son capaces de suscitar al ser humano palabras de la mayor sublimidad. Como las siguientes de Agustín:

‘Grande eres, Señor, y laudable sobremanera; grande tu poder y tu sabiduría no tiene número. ¿Y pretende alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación … Sí, quiere alabarte el hombre … Tú mismo le excitas a ello, haciendo que se deleite en alabarte, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón estará sediento hasta que descanse en ti.’

O éstas, en las cuales hallamos una formulación, en términos de atracción amorosa, de la ley física de la gravedad:

‘En tu don descansamos: allí te gozamos. Nuestro descanso es nuestro lugar. El amor nos levanta hacia él y tu Espíritu bueno exalta nuestra humildad … Nuestra paz está en tu buena voluntad. El cuerpo, por su peso, tiende a su lugar. El peso no sólo impulsa hacia abajo, sino al lugar de cada cosa. El fuego tira hacia arriba, la piedra hacia abajo. Cada uno es movido por su peso y tiende a su lugar … Las cosas menos ordenadas se hallan inquietas: ordénanse y descansan. Mi peso es mi amor; él me lleva doquiera soy llevado.’

En estas otras resuena una voz mística. Se trata del capítulo 27 del libro III, que tanto gusta de citar la religiosidad islámica. Y es que está escrito en un estilo que recuerda al de los misticos sufis, a Rumi tal vez o a Ibn el- Arabi de Murcia. También a Juan de la Cruz y a Teresa de Ávila:

‘¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed, me tocaste, y abraséme en tu paz’.

Agustín era un neoplatónico, tal como Plotino. Estos párrafos también me traen a la memoria las inspiradas expresiones del autor de las Enéadas. A él hemos dedicado varias entradas en este sitio.

‘Hicístenos, Señor, para tí, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti.’
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Lean y mediten sobre estas palabras antes de dormir. Casi les puedo asegurar que tendrán un buen sueño.
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© 2012 Lino Althaner

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