El sueño de Jacob

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Hay música en el movimiento de las esferas…

Hay geometría en el zumbido de las cuerdas.

Pitágoras

Mutus Liber (El libro mudo): Dos ángeles con trompetas llaman al Jacob durmiente para que vea la escalera que se extiende desde la Tierra hasta el cielo. La imagen sugiere también las trompetas del Apocalipsis y el viaje espiritual del alquimista (Joscelyn Godwin, Armonía de las esferas, Atalanta 2009

Portada del Mutus Liber (El libro mudo, 1677): Dos ángeles con trompetas llaman a Jacob durmiente para que vea la escalera que se extiende desde la Tierra hasta el cielo. La imagen sugiere también las trompetas del Apocalipsis y el viaje espiritual del alquimista (Joscelyn Godwin, Armonía de las esferas, Atalanta 2009).

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El brillante clamor de las trompetas angelicales alerta a Jacob en su sueño acerca de la maravillosa epifanía que se despliega a su alrededor. Solo así es capaz de apreciar y de entender el significado de esa escalera maravillosa, que se le ofrece como puerta de los cielos, como acceso a la casa de Dios. Jacob ya no volverá a ser el mismo luego de haber experimentado este vislumbre de realidad.

Lo que las trompetas angelicales en el caso de Jacob, puede hacerlo por nosotros la música. Experimentándola en profundidad, somos de pronto capaces de despertar a toda la Armonía y contemplar con ojos despiertos las mil armonías del universo, repartidas por doquier. Las que antes pasábamos por alto, expresión de la única Armonía. Después de haberla vislumbrado una vez, ya nunca más volveremos a ser los mismos.

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Todas las cosas están llenas de signos: un hombre sabio puede saber una cosa a partir de otra.

Plotino

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© 2014
Lino Althaner

El centro y la periferia

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Dios es un ser armónico. Insufló un alma viva en el hombre a su propia imagen y dispuso las estrellas en una bella armonía, ordenando sus trayectorias, movimientos e influencias. Así, el hombre, que es un ser constituido por Dios a su imagen, esto es, que se halla armónicamente constituido, pudo descubrir y cultivar la música. Si el hombre posee es capaz de cultivar este arte -el arte de la armonía musical- y estos dones -los de la especulación y la creación, la interpretación y la escucha de la música- es porque proceden de Dios. Pero para que el cultivo del arte musical sea el que Dios espera del hombre, debe este permanecer atento a la disposición de las estrellas en el firmamento, pues sus variadas figuras, conjunciones y medidas conforman una armonía   -la armonía de las esferas- más próxima que el hombre a la música suprema, la que cantan los coros angélicos.
Andreas Werckmeister (1645-1706)

 

El cosmos según las Crónicas de Nürenberg (1493)

El cosmos según las Crónicas de Nürenberg (1493)


Pero no solo debe atender el hombre a la armonía de las esferas. El rastro de aquellas armonías, la huella de la suprema Armonía, se encuentra por doquier. Pues

En todas las cosas reposa una canción
(Schläft ein Lied in allen Dingen)
Joseph von Eichendorff (1788-1857)

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Sigo divagando en torno a las relaciones entre las armonías sublunares, las cósmicas y las divinas. Entre la música humana e instrumental, la música de las esferas y la música que los ángeles cantan en torno a Dios. Una manera perdida de ver el mundo se manifiesta en estas ideas, teñidas de misticismo, de visión esotérica, es decir, de misterio. Un modo en que la astronomía, la cosmología, las matemáticas y la música se dan la mano para encantar al mundo, Para llenarlo de poesía. Para intuir imaginativa e intelectualmente una profunda verdad.

 

Nicolás de Oresme - Libro del cielo y del mundo (1377) -  En esta imagen las esferas no se ubican en torno a la Tierra sino en torno a Dios. La esfera inmediata a Dios es la de las estrellas fijas. La más externa, la de la Luna

Nicolás de Oresme – Libro del cielo y del mundo (1377) – En esta imagen las esferas no se ubican en torno a la Tierra sino en torno a Dios. La esfera inmediata a Dios es la de las estrellas fijas. La más externa, la de la Luna


La verdad, ciertamente, se hallá más allá de las figuras de esferas superpuestas y de divinas periferias que hemos visto representadas en las obras de tantos autores medievales y renacentistas, e incluso en las de algunos modernos. Hace mal quien se toma las ilustraciones gráficas al pie de la letra. Más bien es preciso atender a ellas como símbolos, esto es, como apariencias visibles y entendibles de realidades invisibles e ininteligibles.  Es preciso ser también comprensivos con la imperfección de esos esfuerzos. ¿Cómo hacer visible la tremenda pequeñez del hombre y de la Tierra si a ellos en cambio los visualizamos como centro de la creación? ¿Cómo no errar al imaginar a Dios como periferia sin al mismo tiempo poder representarlo como centro de todo lo creado?

Al margen de todo ello, la verdad es que a mí, como a la generalidad de las personas de temperamento platónico, neoplatónico, plotínico, aeropagítico o místico, la conmovedora ingenuidad de estas ilustraciones nos alcanza con mucha fuerza. Nos insinúa lo que se esconde en el misterio del mundo. Si, además de neoplatónicos y afectos a la espiritualidad mística, somos amantes de la música, nos dirán también de las armonías naturales como reflejo de las divinas  y de la música como instrumento para que el hombre se adentre en el ámbito espiritual de las esferas. 

Lo dice Antoine Fabre d’Olivet (1767-1825):

Elevada  a su más alto grado de perfección, formando una especie de vínculo analógico entre lo visible y lo inteligible, la música representa un medio sencillo de comunicación entre ambos mundos. Fue un lenguaje intelectual el aplicado a las abstracciones metafísicas, y gracias a ellas fueron conocidas las leyes armónicas.


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Lino Althaner

Las luminosas tinieblas de Dios

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Porque ésta es la visión y conocimiento verdaderos: alabar sobrenaturalmente al Supraesencial renunciando a todas las cosas. Como los escultores esculpen las estatuas. Quitan todo aquello que a modo de envoltura impide ver claramente la forma encubierta. Basta este simple despojo para que se manifieste la oculta y genuina belleza … Quitamos todo aquello  que impide conocer desnudamente al Incognoscible, conocido solamente a través de las cosas que lo envuelven.’
Pseudo Dionisio Areopagita,  La Teología Mística

Antes de entrar propiamente en materia, quisiera decirles que acerca del motivo del escultor que cincela el mármol para hallar la obra de arte escondida, ya he tratado en entradas anteriores. Así, pues, les ofrezco el enlace para acceder a ellas.

Dicho lo cual les recuerdo que en el capítulo 17 del libro de los Hechos de los Apóstoles se dice de la estancia de Pablo de Tarso en Atenas y de los discursos que dirigía a los habitantes de la ciudad, centro cultural del mundo helénico, con el objeto de abrirles los ojos al mensaje de Jesús de Nazaret. Según la narración, una de las doctrinas cristianas que a los griegos resultaba especialmente difícil de entender era de la de la resurrección de los muertos, tanto así que muchos se habrían burlado por tal motivo de la prédica paulina. 

Con todo, algunos atenienses se manifestaron favorables al cristianismo. Entre ellos, un tal Dionisio Areopagita (Hch 17, 34). De este personaje, se dice también que su fe estaba relacionada con la circunstancia de que, años antes, encontrándose en Egipto, donde proseguía los estudios que había comenzado en Atenas, había advertido el eclipse solar acontecido a la muerte de Jesús.
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Antoine Caron – Dionisio Areopagita y el eclipse de sol (Museo Getty. Los Ángeles).

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Fueron atribuidas, durante mucho tiempo, a este Dionisio Areopagita varias obras teológicas de enorme interés y de gran influencia en el pensamiento cristiano posterior: tales son los libros titulados Los nombres de Dios, la Jerarquía Celeste, la Jerarquía Eclesiástica y la Teología Mística, que integran, junto con otros escritos menores, el llamado Corpus Dionisiacum. Son obras en que la doctrina cristiana es entendida a la luz del pensamiento idealista de Platón y del neoplatonismo posterior. Durante casi un milenio, estos libros fueron considerados doctrina revelada, nada menos que a un discípulo de Pablo el Apóstol, pocos años después de la muerte de Jesús. 

La investigación histórica parece haber demostrado, sin embargo, que el Corpus Dionisiacum fue compuesto con fecha bastante posterior, probablemente en el curso de los siglos IV o V, por un monje del ámbito bizantino, tal vez sirio o alejandrino, muy influenciado por las sublimes enseñanzas de Ammonio Saccas, de Plotino y sobre todo de Proclo, uno de los últimos filósofos neoplatónicos. Hoy día es frecuentemente mencionado como el Pseudo Dionisio Areopagita, para enfatizar la necesidad de no confundirlo con el Dionisio del libro de los Hechos de los Apóstoles.

Uno de los aspectos que enfatiza la doctrina teológica y mística de Dionisio se relaciona con la imposibilidad de revestir a Dios de atributos humanos, por lo cual no es posible hablar de Él por la afirmación de lo que es sino más bien por la negación, por lo que no es.  Su absoluta trascendencia lo hace inalcanzable a los sentidos y a la mente humana, incapaz de compararlo a cosa alguna, ni de atribuirle semejanza o desemejanza con ningún fenómeno humano o terrenal. Esta doctrina, que Dionisio hereda de Platón y de Plotino por vía de Proclo, habría de ejercer una gran influencia en la mística cristiana -la de Eckhart, por ejemplo, o de San Juan de la Cruz-, y se puede encontrar también su huella en los escritos místicos vinculados a otras religiones, por ejemplo, en el sufismo musulmán y en la mística judía.
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La única posibilidad de acercamiento a las luminosas tinieblas de la divinidad se halla, según Dionisio, en la total humildad, en el despojo evangélico de toda posesión y afición y en la convicción  de la insuficiencia de la visión humana, además por cierto de la creencia en la hermandad con el Señor Jesús y en la fidelidad a su enseñanza de caridad y de misericordiosa.

Dios es la Supraesencia, la Causa Primera. ¿Qué nos dice de ella Dionisio el Pseudo Areopagita? Su lenguaje tiene el estilo sublime y paradojal que será también el de una buena parte de la mística cristiana posterior. Toda palabra se hace insuficiente ante la trascendencia divina, a la vez simple y despojada de limitación. La suerte de perplejidad de quien escribe se traspasa al lector, que intenta comprender:

‘Esta Causa no es alma ni inteligencia; no tiene imaginación, ni expresión, ni razón de entendimiento. No es palabra por sí misma … ‘No podemos hablar de ella ni entenderla. No es número ni orden ni magnitud ni pequeñez, ni igualdad ni semejanza ni desemejanza. No es móvil ni inmóvil, ni descansa. No tiene potencia ni es poder. No es luz, ni vive ni es vida. No es sustancia ni eternidad ni tiempo. No puede el entendimiento comprenderla, pues no es conocimiento ni verdad. No es reino, ni sabiduría, ni uno, ni unidad. No es divinidad, ni bondad, ni espíritu en el sentido que nosotros lo entendemos. No es filiación ni paternidad ni nada que nadie ni nosotros conozcamos. No es ninguna de las cosas que son ni de las que no son. Nadie la conoce tal cual es … Y toda negación se queda corta ante la trascendencia de quien es absolutamente simple y despojado de toda limitación. Nada puede alcanzarlo.’ (Teología Mística, capítulo 5).

Más allá de toda luz, de todo conocimiento, afirma Dionisio, ‘los misterios de la Palabra de Dios son simples, absolutos, inmutables en las tinieblas más que luminosas del silencio que muestra los secretos. En medio de las más negras tinieblas, fulgurantes de luz ellos desbordan. Absolutamente intangibles e invisibles, los misterios de hermosísimos fulgores inundan nuestras mentes deslumbradas’ (idem, capítulo 1).

Aquí describe con acierto lo que es el éxtasis místico.
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Recomienda, por lo tanto, a su amigo Timoteo, el único camino que procura cierta, segura más siempre indefinible cercanía:

‘Renuncia a los sentidos, a las operaciones intelectuales, a todo lo sensible y a lo inteligible. Despójate de todas las cosas que son y aun de las que no son. Deja de lado tu entender y esfuérzate por subir lo más que puedas hasta unirte con aquel que está más allá de todo ser y de todo saber. Porque por el libre, absoluto y puro apartamiento de ti mismo y de todas las cosas, arrojándolo todo y del todo, serás elevado espiritualmente hasta el divino Rayo de tinieblas de la divina Supraesencia,

‘… la misericordiosa Causa de todas las cosas’, que es ‘elocuente y silenciosa , en realidad callada. No hay en ella palabra ni razón, pues es supraesencial a todo ser. Verdaderamente se manifiesta sin velos, sólo a aquellos que dejan a un lado ritualismos de cosas impuras … y se abisman en las Tinieblas donde, como dice la Escritura, tiene realmente su morada aquel que está más allá de todo ser.’ (Ibidem).

Algo así como la ‘noche oscura’ a que aluden con frecuencia los grandes místicos.

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Y eleva su oración para obtener la gracia y la fuerza necesaria para perseverar en la renuncia que hará posible al hombre acercarse a la ‘luminosa oscuridad’ de Dios:

‘¡Que podamos también nosotros penetrar en esta más que luminosa oscuridad! ¡Renunciemos a toda visión y conocimiento para ver y conocer lo invisible e incognoscible: a Aquel que está más allá de toda visión y conocimiento!  Porque ésta es la visión y conocimiento verdaderos: alabar sobrenaturalmente al Supraesencial renunciando a todas las cosas. Como los escultores esculpen las estatuas. Quitan todo aquello que a modo de envoltura impide ver claramente la forma encubierta. Basta este simple despojo para que se manifieste la oculta y genuina belleza … Quitamos todo aquello  que impide conocer desnudamente al Incognoscible, conocido solamente a través de las cosas que lo envuelven.’ (Teología Mística, capítulo 2).

En artículos recientes hemos dicho de ciencia y de mística. He comentado las reflexiones de algunos de los más grandes científicos del siglo XX acerca de la forma de pensar de los místicos y de sus frutos intelectuales, de las intuiciones surgidas de las profundidades de la mente -consciente e inconsciente- de sabios como Dionisio. Conocedores de los grandes escritos  producidos por el pensamiento místico, los estudiaron con mucha detención con el objeto de indagar en la posibilidad de encontrar en estas formas de razonar una ayuda capaz de auxiliar a la ciencia en su tal vez interminable búsqueda.

Las tres imágenes intercaladas corresponden a ilustraciones de uno de los libros visionarios –Scivias-de Santa Hildegarda de Bingen (1098-1179), recientemente proclamada por el papa Benedicto doctora de la Iglesia.
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© 2012 Lino Althaner

Bellezas de verdad y de mentira

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Praxíteles – Venus de Cnido

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Afirmaba Plotino que el mundo espiritual debe hallarlo el hombre, primeramente, dentro de sí mismo. Que, librado del ruido del mundo, podría acceder a la visión de sí mismo, inmerso en la vida divina, y a una Belleza de una maravillosa majestad’.

Esa importancia que le da nuestro filósofo neoplatónico a la vida interior no significa, con todo, que desprecie el mundo visible, el mundo accesible a los cinco sentidos. También es posible que encontremos huellas verdaderas y bellas del mundo espiritual fuera de nosotros. Pero así como es preciso que el ser humano aprenda a observarse para descubrirlo dentro de sí, debe también cultivar su mirada para descubrirlo afuera, para percibirlo detrás de las apariencias.

Más aún, califica de necios a quienes pretenden acceder a los bienes y bellezas del espíritu sin haber aprendido primero a apreciar el mundo visible.

Nos explica por qué, quien contempla atentamente la excelencia de una obra de arte, la belleza de un rostro o el orden majestuoso de la naturaleza que lo rodea, se queda de pronto como estupefacto, como si recordara una realidad perdida o, más aún, como si fuera transportado al ámbito de lo trascendente. ¿Habrá alguien tan limitado que no se emocione, que no se vea llamado a reflexionar y que no sienta un respeto sublime, enfrentado a tales esplendores?
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‘¡Qué maravillas, y de qué maravillas deben proceder estas maravillas!’
(II,9,16,43)
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Es que la percepción de la mente, de los sentidos, debe ser profundizada por la luz del espíritu. Saber ver el mundo sensible, nos dice Plotino, es percibir por medio de un poderoso esfuerzo de visión mental, el envoltorio material de las cosas, y leer la fórmula invisible al ojo que se extiende más allá de su materialidad. Recuerda Plotino a Linceo, personaje del mito de los Argonautas, que era famoso por su penetrante visión, ‘que incluso veía lo que hay en el interior de la tierra’. Es preciso, como él, ser capaz de cultivar nuestros órganos sensoriales para captar lo que se oculta tras las apariencias materiales. Para ver la forma de las cosas, para ver las cosas en profundidad. Para ver como son las cosas en el mundo ideal de las Formas, de donde les viene a las cosas su armonía, su belleza, su conmovedora verdad.

Nos desafía Plotino a que pensemos, por un instante, en el mundo como en un conjunto de partes que, sin confundirse con las demás, se reducen con todo a unidad. Al ver, en ese modelo, una sección del cielo, no podríamos evitar que también se hicieran visibles, automáticamente, el sol y todas las demás estrellas, la tierra, el mar y todos los seres vivos. Todo como parte de un conjunto de cosas bellas unidas en suprema armonía. Como parte de una esfera luminosa que todo lo contiene en su realidad.  Acceder a la visión de una tal esfera es acercarse al mundo de las Formas. En contacto con él, contemplaríamos el mundo visible en su totalidad, despojada cada una de sus partes de sus condiciones materiales, temporales y espaciales, reducidas todas y en su relación recíproca a su sola sublime armonía, a su inexpresable belleza.

Reflejo de la suprema belleza de ese mundo ideal, el de las Formas, es la belleza a que accedemos por medio de nuestros sentidos.
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Venus de Milo – Museo del Louvre

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‘De dónde venía, pues el brillo de la belleza de esta tan disputada Helena o de todas esas mujeres que, por su belleza, se parecen a Afrodita … Este origen de la belleza ¿no es siempre la forma?’ (V,8,2, 9-26).

Cuando la forma -Platón habría dicho la idea– de una cosa es reconocida por el espíritu que vive en nosotros, éste ilumina a nuestros ojos para vean en ella la parte que contiene de auténtica belleza, la porción que refleja del mundo eterno de las formas puras, divinas. 

Tal es, según Plotino, el proceso en virtud del cual una cosa bella nos emociona. Nuestra mente recuerda el mundo del las Formas, con el cual estuvo en contacto alguna vez. El espíritu que reconoce ilumina a los sentidos. Los sentidos perciben la realidad, que no es la pura apariencia de belleza, no es la pura belleza sensible, es el eco de la belleza pura, absoluta, que proviene del mundo de las Formas.

‘En este mundo de las Formas todas las cosas están pletóricas y de alguna manera bullen. Es como si hubiera una especie de flujo de esas cosas bullentes de vida, un flujo que se derrama de una fuente única, … como si hubiera una cualidad única que poseyera y conservara en ellas todas las cualidades, la dulzura mezclada con la fragancia, el sabor del vino junto con las virtudes de todos los sabores, con las visiones de los colores y con todas las sensaciones que se perciben por medio del tacto; estarían también todas las sensaciones de la audición, todas las melodías, todos los ritmos.’
(VI, 7, 12, 22)

¿Una sola Belleza ideal que en sí reuniera en sí a todas las modalidades de belleza?

El contacto de la mente, del espíritu y de los sentidos con el mundo de las Formas,  nos permite acceder a la auténtica belleza. Nos permite, por lo tanto, distinguir también a la que no lo es. A la que tiene solo la apariencia. La que es pura superficie. La que nada refleja o casi nada. La que es puro artificio, puro oropel, pura cirujía o puro cosmético. Desarrollar la capacidad para distinguir entre la belleza verdadera de la falsa, es por cierto de la mayor importancia. En un mundo como el nuestro, como siempre, sobrepoblado de bellezas aparentes, de mentira.
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© 2012 Lino Althaner

Plotino y San Juan de la Cruz: la experiencia mística

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Continúo con las reflexiones acerca de la obra de Plotino, el filósofo neoplatónico, a la luz del libro de Pierre Hadot. En el artículo anterior de esta serie me refería a sus consideraciones relativas a los niveles del yo en la obra plotiniana.

Veíamos como la esencia superior del hombre se encuentra, de algún modo, para él, exiliada en el cuerpo,  extranjera en el mundo. Pero, en el recogimiento que le permite mirar hacia su interior, entendíamos también cómo le es dado al ser humano hallar las huellas que debieran conducirlo a la identidad con el Espíritu divino.

Pues quisiera ser consciente de la vida del espíritu, de la vida eterna que en él palpita, se prepara para ello el místico en el desasimiento de las cosas materiales y se pone en disposición de calma y de reposo. Prepara así el espejo de su conciencia para que sea ella capaz de reflejar las imágenes de las cosas trascendentes que viven en su más honda intimidad. Quisiera el místico abandonarlo todo por la experiencia privilegiada, sublime. Por la iluminación, por la contemplación, por la unión y el éxtasis místico.

Sumido en sí mismo, en trance profundo, pareciera que está por lograrla esa esperiencia. Que la alcanza. Pero justo en el momento de darlo, ese paso al grado sublime de conocimiento, deja de ser consciente de sí mismo. Carece su conciencia de la idoneidad suficiente para saber conscientemente del que es, en tales momentos, el objeto inefable de su conocimiento, en el cual se ha sumido. La memoria le dice luego al místico que ha salido, sí, de su yo inferior, pero también que ha sido incapaz de entrar conscientemente en su estado superior y de mantenerse conscientemente en él.
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Duong Gnoc Son – Rights reserved – image from http://www.cuaderno de retazos.wordpress.com

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De lo que ha vivido en esa plenitud no le queda nada preciso. Así, la experiencia mística queda reducida al vago recuerdo de algo indescriptiblemente luminoso, y ardoroso, y verdadero, pero imposible de expresar con palabras. Tal como explican sus visiones y comunicaciones los grandes místicos, tanto cristianos como judíos o musulmanes. Muchos de ellos herederos de Plotino.

Insiste Plotino. Para una experiencia tan intensa, la conciencia se queda corta. Nos dice con todo que ‘si no van acompañados de conciencia, los actos son más puros, más vivos; y, ciertamente, también cuando los hombres de bien logran alcanzar semejante estado, su vida es más intensa’, y aunque sumida en la inconsciencia, concentrada en ‘sí misma en un mismo punto’ (1,4,10,28).

Todo intento por comprender enteramente esos momentos de unidad, por fijarlos o conservarlos, es para el místico en vano, que no puede evitar volver a descender desde la presencia inconsciente de lo Uno y Absoluto a la sola e imprecisa memoria consciente de aquella unidad inefable en que misteriosamente coincidió, por un instante, con la simplicidad absoluta de la que procede toda vida y toda conciencia.

Son consideraciones que es necesario tener presentes a la hora de incursionar con provecho en la lectura de los grandes místicos como Juan de la Cruz o Teresa de Ávila, entre los cristianos.

Recuerdo a propósito unas coplas del patrono de los poetas en idioma español, místico de los mayores:

Entréme donde no supe,
y quedéme no sabiendo,
toda ciencia trascendiendo.

Yo no supe dónde entraba,
pero cuando allí me vi,
sin saber dónde me estaba,
grandes cosas entendí,
no diré lo que sentí,
que me quedé no sabiendo,
toda ciencia trascendiendo.

De paz y de piedad
era la ciencia perfecta,
en profunda soledad
entendida vía recta,
era cosa tan secreta,
que me quedé balbuciendo
toda ciencia trascendiendo.

Estaba tan embebido,
tan absorto y ajenado,
que se quedó mi sentido
de todo sentir privado,
y el espíritu dotado
de un entender no entendiendo,
toda ciencia trascendiendo.

El que allí llega de vero
de sí mismo desfallece;
cuanto sabía primero
mucho bajo le parece,
y su sombra tanto crece,
que se queda no sabiendo,
toda ciencia trascendiendo.

Cuanto más alto se sube,
tanto menos se entendía,
que es la tenebrosa nube
que a la noche esclarecía;
por eso quien la sabía
queda siempre no sabiendo,
toda ciencia trascendiendo.

Este saber no sabiendo
es de tan alto poder,
que los sabios arguyendo
jamás le pueden vencer,
que no llega su saber
a no entender entendiendo,
toda ciencia trascendiendo.

Y es de tan alta excelencia
aqueste sumo saber,
que no hay facultad ni ciencia
que le puedan emprender;
quien se supiere vencer
con un no saber sabiendo,
irá siempre trascendiendo.

Y si lo queréis oír,
consiste esta suma ciencia
en un subido sentir
de la divinal Esencia;
es obra de su clemencia
hacer quedar no entendiendo,
toda ciencia trascendiendo.

Plotino, maestro de saber filosófico. San Juan de la Cruz, maestro de la paradoja y de la poesía. ¿Cuál de los dos más expresivo?
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© 2012 Lino Althaner

Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva

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Tenía casi listo para la edición el comentario sobre el capítulo III del Tao Te King, cuando fui invitado por unos amigos a salir a tomar té. La entrada aquella quedó, pues, postergada para mañana, pues no es algo que se pueda hacer a presión, una nota sobre ese libro, y particularmente si se refiere al capítulo III, que presenta dificultades especiales de interpretación. Sin embargo, me había autoimpuesto el deber de sacar hoy una entrada. Una que me fuera más fácil redondear.
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Bartolomé E. Murillo – San Agustín meditando – imagen de wikipainting.org

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Buscando párrafos marcados en los libros de mi biblioteca, me he topado con las Confesiones de San Agustín. Transcribo algunos trozos  destacados por su significación y su belleza literaria. Desde el punto de vista religioso, tienen para mí un sentido que claramente se extiende más allá del cristianismo. La apertura a la trascendencia y la añoranza de Dios es, a no dudarlo, un sentimiento común a los hombres de todos los rincones de la tierra.  Cuando estos sentimientos se hacen conscientes, son capaces de suscitar al ser humano palabras de la mayor sublimidad. Como las siguientes de Agustín:

‘Grande eres, Señor, y laudable sobremanera; grande tu poder y tu sabiduría no tiene número. ¿Y pretende alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación … Sí, quiere alabarte el hombre … Tú mismo le excitas a ello, haciendo que se deleite en alabarte, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón estará sediento hasta que descanse en ti.’

O éstas, en las cuales hallamos una formulación, en términos de atracción amorosa, de la ley física de la gravedad:

‘En tu don descansamos: allí te gozamos. Nuestro descanso es nuestro lugar. El amor nos levanta hacia él y tu Espíritu bueno exalta nuestra humildad … Nuestra paz está en tu buena voluntad. El cuerpo, por su peso, tiende a su lugar. El peso no sólo impulsa hacia abajo, sino al lugar de cada cosa. El fuego tira hacia arriba, la piedra hacia abajo. Cada uno es movido por su peso y tiende a su lugar … Las cosas menos ordenadas se hallan inquietas: ordénanse y descansan. Mi peso es mi amor; él me lleva doquiera soy llevado.’

En estas otras resuena una voz mística. Se trata del capítulo 27 del libro III, que tanto gusta de citar la religiosidad islámica. Y es que está escrito en un estilo que recuerda al de los misticos sufis, a Rumi tal vez o a Ibn el- Arabi de Murcia. También a Juan de la Cruz y a Teresa de Ávila:

‘¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed, me tocaste, y abraséme en tu paz’.

Agustín era un neoplatónico, tal como Plotino. Estos párrafos también me traen a la memoria las inspiradas expresiones del autor de las Enéadas. A él hemos dedicado varias entradas en este sitio.

‘Hicístenos, Señor, para tí, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti.’
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Lean y mediten sobre estas palabras antes de dormir. Casi les puedo asegurar que tendrán un buen sueño.
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© 2012 Lino Althaner

La conciencia entre dos fuegos

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La conciencia está situada entre dos fuegos.

De un lado el de los bienes y los goces que extraemos de las cosas terrestres y corporales a que naturalmente nos apegamos, aunque luego tengamos que sufrir el efecto de su relatividad y de su impermanencia. Con qué afán los perseguimos, y los obtenemos, a costa de qué energías, sin embargo que luego nos dejen un tanto insatisfechos, sedientos de algo más, de algo distinto.

De otro lado, el fuego deseado de lo sublime que intuimos,la simple verdad y la simple belleza, la simple alegría  que ocasiona el contacto con lo supremamente humano -lo divino- que vive, según lo creemos,  en lo más profundo de nuestro ser. La experiencia de este fuego, mucho más difícil, más bien excepcional, pero también transitoria, fugitiva. Aunque nos gusta pensar que esta última especie de goce, del que los místicos saben más a fondo, es sólo la promesa de un deleite inacabable en otro ámbito, ni espacial ni temporal.

Plotino, metafísico neoplatónico, maestro de hombres espirituales, era el mismo un místico. Sabía de lo relativamente accesibles que suelen ser los bienes y goces mundanos, y también de lo dificultoso del acceso a las profundidades del propio yo, a la cámara del tesoro desde la cual él afirmaba la posibilidad de avizorar el Principio Supremo, estar más cerca del Supremo Intelecto y tal vez hacerse uno con el mismo espíritu divino.

¿De adónde esta dificultad? Plotino nos lo explica. Es que hemos terminado por tener la conciencia cerrada a la vida espiritual. Tan cerrada a esa vida, que es como si ella no existiera. El espejo en que también sus realidades tendrían que reflejarse lo tenemos empañado. La preocupación desmedida por las cosas mundanas, las exageradas solicitudes por el cuerpo, han hecho que nuestra conciencia no sea ya capaz de decirnos de esa experiencia que llevamos dentro.
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Katsushita Hokusai – Ola femenina – imagen de wikipaintings.org

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¿Será acaso tan difícil pulir el espejo de la conciencia, para despertarla a la realidad espiritual? El método recomendado por Plotino parece simple:

‘Hay que dejar de mirar; es preciso, cerrando los ojos, cambiar esta manera de ver por otra y despertar esta facultad que todo el mundo posee pero que pocos utilizan.’

Es preciso, pues, ponerse en disposición de serenidad. Es preciso acallar los clamores del cuerpo y de la tierra. Es preciso, en posición de reposo, meditar. Pues si la conciencia, si

‘el espejo, aquello donde aparecen los reflejos de la razón y del Espíritu no está perturbado, ahí es posible ver y conocer dichos reflejos mediante una suerte de percepción, sabiendo de entrada que se trata de la actividad de la razón discursiva y del Espíritu. Pero si la conciencia es como un espejo roto» todo reflejo se pierde en la nada, como si no existiera.

No es entonces por odio hacia el cuerpo que haya que alejarse, según Plotino, de las cosas sensibles. No son malas, en sí mismas. Sólo que la preocupación que nos ocasionan cierra las puertas a una parte de nosotros, las más importante, la más noble, la más fina.

‘Si se quiere que haya conciencia de las cosas trascendentes que están presentes en la cima del alma, es preciso que la conciencia se vuelva hacia el interior y que aplique su atención hacia lo trascendente. Sucede lo mismo que con un hombre que estuviera a la espera de una voz que deseara oir: separaría todas las demás voces y aguzaría el oído hacia ese sonido que prefiere a todos los demás para saber si se acerca; de la misma manera, es preciso que prescindamos de los ruidos sensibles, salvo en caso de necesidad, para salvaguardar el poder de conciencia del alma, pura y presta a escuchar los sonidos que vienen de arriba.’

Cuan simple. Cuan aparentemente fácil, pero en el hecho tan tremendamente dificultoso. Mantenerse al margen de los asuntos humanos, de las imágenes mundanas, con frecuencia ilusorias, de los apetitos y reclamos del cuerpo. Huir de la multiplicidad, acercarse a la indeferenciación, a la Unidad. Cuan difícil alcanzar ese estado en que el alma

‘no se sobrecarga con muchas cosas sino que es ligera, sólo es ella misma; y, en efecto, ya aquí abajo, si quiere estar en lo alto, estando aún aquí abajo, el alma abandona las demás cosas’.

Pero con qué efímero resultado, mientras mora en la tierra. Sigamos a Plotino en la próxima entrada dedicada a su obra, con la sabia guía de su retratista espiritual, Pierre Hadot (Plotino o la simplicidad de la mirada, Alpha Decay, Barcelona, 2004).
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© 2012 Lino Althaner

¿Dónde hemos sido arrojados?

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‘¿Quiénes somos?¿En qué nos hemos convertido?¿Dónde estamos?
¿Dónde hemos sido arrojados? ¿Adónde vamos?
¿De dónde nos viene la liberación?’

Clemente de Alejandría

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La del epígrafe es la cuestión más actual en el mundo mediterráneo, durante los primeros siglos de esta era. Muchos se disputan por darle respuesta. Filosofías y religiones, espiritualidades, cábalas y alquimias. Los gnósticos, muy vigentes en esos días, y muchos de ellos sinceros cristianos, afirmaban que las almas habían caído como efecto de la acción de la potencia creadora del mundo sensible, que a su ámbito imperfecto las había atraído. Seguían perteneciendo al mundo espiritual, aunque ahora prisioneras de la materia, enclaustradas en el cuerpo de los hombres. Sólo con la redención, promovida por un Dios extraño y lejano a los hombres, conmovido por su desgracia; sólo con la venida del Salvador, el Hijo de ese Dios, obtenida la derrota de la potencia malvada, el sufrimiento y nostalgia de las almas por su patria verdadera, tocaría a su fin.

A Plotino, el filósofo idealista, neoplatónico, que vive en el siglo II, primero en Alejandría de Egipto y luego en Roma, donde comienza a enseñar, la cuestión esa le llega muy de veras.

Sabe Plotino que su yo verdadero no es de este mundo. Sabe que esa parte, la más refinada y auténtica de sí mismo, su esencia espiritual, necesariamente habrá de regresar al mundo a que pertenece en propiedad. ¿Dónde hallar ese mundo espiritual, buscarlo por qué caminos? Nos explica Pierre Hadot, en su maravilloso libro sobre Plotino, que tantas veces he recomendado: Ese ‘mundo espiritual no es un lugar supraterrestre o supracósmico del que lo separarían -al hombre, al espíritu humano- los espacios celestes. Tampoco es un estado original irremediablemente perdido al que sólo la gracia divina podría conducirle de nuevo. No, este mundo espiritual no es otro que el yo más profundo. Se puede alcanzar de manera inmediata mediante el recogimiento.’

Así, pues, coincidiendo con los gnósticos en cuanto al enclaustramiento material y corporal del alma, precisa Plotino enérgicamente que la luz del Espíritu supreo está mucho más cerca de lo que aquéllos opinan. No está necesariamente en la lejanía del hombre. Reside también en su interior esa Luz de lo alto.
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Plotino vive la experiencia mística de verse en un nivel superior, inmerso en la pura luminosidad, en ella identificado con el Espíritu, primera emanación del Uno, del Bien, del Principio supremo. Así dice de su experiencia:

‘Muchas veces  saliéndome  del cuerpo y de las cosas, despertándome y entrando en mí mismo, de pronto he podido contemplar una belleza maravillosa y convencerme que pertenezco a lo más alto en el mundo superior.  Y  he vivido la vida más noble, convertido en idéntico a lo divino, ejercitándome en las cosas supremas, situado por encima de cualquier otra realidad. Más luego, tras esa estancia en la región divina, una vez más he descendido desde la suprema inteligencia al mero raciocinio. Y me he preguntado: cómo ha sido posible una vez más descender de este modo, cómo es posible que mi alma haya llegado a vivir dentro de un cuerpo, a morar en este cuerpo tal como es en su esencia, tal como entonces su belleza se me presentó.’

Preparado en una vida rigurosa, disciplinada, austera, en la familiaridad con los más elevados pensamientos, suele Plotino experimentar el momento privilegiado del despertar a una realidad que invade su conciencia. Realidad que es sola hermosura, puro y sereno contentamiento y luminosa contemplación. ¿Sin embargo, cómo hacer para hacer de esa experiencia algo duradero? Imposible. ‘Tras esas iluminaciones fugitivas -síguenos diciendo Pierre Hadot- se muestra del todo sorprendido de encontrarse de nuevo tal como era, viviendo en su cuerpo, consciente de sí mismo, razonando y reflexionando sobre lo que le ha ocurrido.’

Con todo, que camino inenarrable ha recorrido, entre Dios y la materia. Las realidades del mundo, la cárcel del cuerpo, por un lado. Por el otro, el espíritu cercano al Intelecto, en la inmediatez del principio de todas las cosas.

Conforme a la jerarquía recibida de la tradición platónica, ‘ningún grado de la realidad puede explicarse sin el grado superior: la unidad del cuerpo no puede explicarse sin la unidad del alma que lo anima; la vida del alma, sin la vida del Intelecto superior que contiene el mundo de las Formas y las ideas platónicas, y que ilumina el alma y le permite pensar; y tampoco la vida del propio Intelecto, sin la simplicidad fecunda del Principio divino y absoluto’, la inefable verdad, la belleza inconcebible.

¿Cómo no recordar esos versos hermosos de fray Luis de León:

‘Cuando contemplo el cielo
de innumerables luces adornado,
y miro hacia el suelo
de noche rodeado,
en sueño y en olvido sepultado,

el amor y la pena
despierta en mi pecho un ansia ardiente,
despiden larga vena
los ojos hechos fuente.

Morada de grandeza,
templo de claridad y hermosura,
el alma que a tu alteza
nació, ¿qué desventura
la tiene en esta cárcel baja, oscura?’

Nostalgia de Plotino. Sublime nostalgia de fray Luis. Nostalgia del alma alejada de su doble divino.

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© 2012 Lino Althaner

La pintura como imagen de una imagen

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El retrato de un ser humano, la representación pictórica o escultórica de su cuerpo o de su rostro, es sólo una imagen de lo que representa. Pero lo representado, ese cuerpo o ese rostro, no son tampoco sino imagen de su forma ideal. El retrato es, pues, la imagen de una imagen, muy lejana a la auténtica realidad del individuo retratado. Con este fundamento, Plotino, el filósofo neoplatónico, se negó invariablemente a posar para un artista. Y decía al respecto, según testimonia Porfirio, su discípulo y biógrafo:

‘¿No basta con llevar esta imagen de la que nos ha revestido la naturaleza, acaso es preciso además permitir que dejemos tras nosotros una imagen de esta imagen, más duradera aún que la primera, como si se tratara de una obra digna de ser vista?’

La mera reproducción no es arte. Sólo merece nuestra atención la belleza de la forma ideal. Así, pues, solamente lo es aquél en el cual se revela  el modelo eterno y se descubre la idea cuya realidad sensible -un rostro o un cuerpo- es nada más que una imagen, un reflejo. El verdadero retrato debe, pues, superar la mera apariencia para alcanzar al verdadero yo, tal como es en sí mismo. Si el resultado es bello, que predomine en él la representación de la belleza interna, de tal modo que pueda decirse que la obra de arte reúne todo lo auténticamente hermoso que el artista ha podido encontrar en su modelo.
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Mohan – Rights reserved – image from Cuaderno de Retazos

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Con arreglo a tal concepto, mucha de la pintura que responde al calificativo de realista podría ser un tanto menospreciada, si es que se limita a la mera representación superficial, al efectismo exterior, más no se preocupa de ahondar en las profundidades de su modelo, en la hermosura interna, en la riqueza psicológica, ni reproducir los ecos del alma del modelo. 

Pero excepcionalmente ocurre el portento. La representación puede ser realista hasta casi el extremo verista de la reproducción fotográfica. Sin embargo, unos toques magistrales en el tratamiento pictórico del rostro, de la mirada, del gesto de las manos y del cuerpo en su conjunto, nos transportan de alguna forma a otra dimensión. Y se agregan el movimiento sugerido, el color de la vestimenta, el entorno humano y paisajistico de la pintura, para decirnos no de mera y externa apariencia, sino que también del espíritu que pugna por aflorar y decirnos de algo todavía más verdadero pero oculto, que es lo que presta su hermosura a la representación.

Como en la flor del poeta místico Angelus Silesius:

‘La rosa que aquí
contempla tu ojo exterior
ya ha ella florecido
en el seno de Dios.’

(Die Rose welche hier/dein äusseres Auge sieht/sie hat von Ewigkeit/in Gott also geblüht)
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©  Lino Althaner
2012

No ceses de esculpir tu propia estatua

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No ceses de esculpir tu propia estatua
Plotino I, 6, 9, 13

Ese imperativo, tal como lo expresa Plotino en la cita más extensa incorporada en una entrada reciente de este blog:
(https://todoelorodelmundo.wordpress.com/2012/04/27/plotino-el-maestro-eckhart-y-miguel-angel/),
el filósofo neoplatónico intentó aplicarlo en su propia existencia.  El de descubrir bajo la apariencia, bajo la mera imagen de su persona, el modelo eterno de sí mismo, su auténtico ser. Difícil tarea para un hombre: a través de una vía de purificación, emprender la tarea de separar a su yo de todo lo que no es él mismo. Olvidarse de su cuerpo, dejar su conciencia sensible, abandonar los placeres, las penas, los deseos, las experiencias, los sufrimientos, limpiar su alma del turbio sedimento que las contingencias de la vida han depositado en ella, desdibujando su pureza primigenia. Pero no menos que esa es la ruta que ha de seguir un filósofo cómo él, impregnado hasta tal punto del idealismo platónico que lo ha hecho florecer en un nuevo intento por alcanzar la realidad de las formas verdaderas y bellas.

Su obra, contenida en las Enéadas, no sería, se ha dicho, sino un conjunto de ‘ejercicios espirituales en los cuales el alma se esculpe a sí misma, es decir, se purifica, se simplifica, se eleva al plano del pensamiento puro antes de trascenderse en el éxtasis’ (Pierre Hadot, ‘Plotino o la simplicidad de la mirada’, Alpha Decay, Barcelona 2004). Recorrido hacia lo puro y hacia lo simple que Plotino trató de encarnar en su propia vida. Camino en el cual, para llegar a ser él mismo, el hombre ha de despojarse de todo ‘conocimiento’ o ‘saber’.  Tal como lo dijera San Juan de la Cruz, místico y poeta de raigambre neoplatónica, en la Subida del Monte Carmelo (1.13.11) : ‘Para venir a saberlo todo, no quieras saber algo en nada’. Abandono de toda imagen. De todo concepto. Desaprender lo conocido -tal como lo recomienda también el Tao Te King– para acercarse a lo desconocido.

Plotino experimentó el éxtasis místico en varias oportunidades en el curso de su vida, según nos cuenta su discípulo Porfirio. Nos imaginamos, tal como lo sugiere Pierre Hadot, que su más íntimo deseo habría sido el de permanecer en ese plano toda su existencia. En el plano en que, inmerso en la suprema unidad, ya no lo veríamos como al Plotino que enseñó a los romanos su filosofía en el siglo III, sino como el Plotino ideal y eterno, cristalina semejanza de Dios mismo.

Haciendo realidad esta otro pensamiento:

Cada alma se convierte en lo que contempla
Plotino IV, 3, 8, 15
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© 2012 Lino Althaner

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