Sigamos ahora a Fernand Braudel en algunas de sus reflexiones acerca de las llanuras mediterráneas.
Están, para empezar, las planicies ubicadas entre los pliegues de las grandes cadenas montañosas, Alpes o Pirineos. En ellas se hace evidente un natural contraste. No tienen, en relación con las alturas que las circundan, ni “la misma luz, ni los mismos colores, ni las mismas flores, ni el mismo calendario».

Provenza – campo de lavanda
Mientras en la Alta Provenza el invierno se eterniza, en el Delfinado no dura más que un mes. En Siria, si se comparan las alturas del Líbano con las costas de Trípoli, ocurre algo parecido: “Aquí (en las alturas) viñas y olivos apenas estaban comenzando a florecer y el trigo a amarillear, cuando en Trípoli ya se veían uvas, las olivas estaban gordas, el trigo segado y los demás frutos muy adelantados”, comenta un ilustre personaje que viaja en busca de los famosos cedros. Mientras otros, aventurándose en el cruce de las montañas de Esclavonia, en camino hacia Grecia, o saliendo del ámbito de los nevados montes albaneses para arribar a las amenas planicies de la Tracia, dan cuenta análoga de la medida en que se han sentido conmovidos “ante la gracia de las cálidas planicies que parecen propicias al hombre”. Este no ha tenido mayores dificultades en someter tales planicies a su voluntad. En ellas ha plantado sin tanta dificultad grandes aldeas y hasta ciudades.

Tracia – montaña y planicie
Pero llegar por esta vía a la conclusión de que la montaña es el lugar de la adustez y la llanura el del agrado, sería un gran error. Primero, porque ya se ha visto que la montaña suele también ser el sitio en que encuentra amparo el hombre que busca la libertad. Luego, porque en las grandes llanuras mediterráneas la realidad no se ha correspondido siempre con esa imagen amena y acogedora.. No han sido estas planicies de fácil conquista. Durante mucho tiempo el hombre no ha podido aprovecharlas sino de manera intermitente e imperfecta. Nos advierte Fernand Braudel que, en el siglo XVI, presentaban ellas, con cierta frecuencia, cuadros de tristeza y desolación. Hay que pensar, al efecto, que sólo en 1922 logra triunfar la colonización griega, en la llanura de Salónica, sobre las marismas. Hasta la segunda guerra mundial no se daba cima a los trabajos de saneamiento en el delta del Ebro y en las lagunas pontinas.

Aquiles Vertunni – Lagunas pontinas
La campiña romana era en el siglo XVI un semidesierto, no obstante las poblaciones fundadas allí en dicha centuria, tal como había ocurrido en la precedente. “¿Las marismas pontinas? Una cañada para unos cuantos centenares de pastores, y refugio de hordas de búfalos salvajes; en esta comarca abundaba la caza de toda especie, incluyendo el jabalí, índice seguro de una esporádica ocupación humana”. Las tierras del bajo Ródano, igualmente desiertas. Vacía la llanura de Durazzo -hoy Durrës, en la costa balcánica. Hasta el mismo delta del Nilo estaba insuficientemente poblado. En cuanto al del Danubio, nos dice el historiador francés, era “un impresionante pantano, un mundo anfibio, casi inextricable, con islas flotantes de vegetación, bosques cenagosos, tierras febriles”, una tierra hostil en la que pululaba la vida salvaje de algunos miserables pescadores. En Anatolia, en Córcega, Cerdeña y Chipre, en Corfú, era dable hallar panoramas similares. Por doquier la llaga pantanosa, difícilmente domesticable.
Pues los problemas de las llanuras nacen con las inundaciones. En ellas se acumula el agua que se despeña desde las montañas por el estrecho curso de los arroyos. “Las aguas de la montaña descienden como torrentes embravecidos, sin que nada las contenga. Cauces secos en el estiaje se convierten muchas veces, durante el invierno, en torrentes impetuosos.

Puente Mostar sobre el río Neretva, en Bosnia Herzegovina
En los Balcanes, los puentes turcos son muy altos, construidos en arco y sin pilares centrales, con el fin de ofrecer la menor resistencia posible a las súbitas crecidas de los ríos”.
La situación se complica cuando estas aguas abundantes no encuentran un paso fácil hacia el mar. Entonces, si no se han tomado medidas, tales como la construcción de presas, embalses y canales de desagüe, el estancamiento de las aguas genera la peligrosísima humedad de la marisma. El agua que daba la vida, ofrece ahora la muerte. El pantano genera el mal aire (mal aria), la enfermedad relacionada con la proliferación de los mosquitos anofeles y de los hematozoarios del género plasmodium, de los que aquellos son portadores. Es la malaria, precisa Braudel, una patología típicamente vinculada a las regiones bajas del Mediterráneo, al revés de la peste y el cólera, que son azotes extranjeros, pues encuentran sus raíces en India y la China. La malaria, frecuentemente mortal, aun en sus formas benignas provocaba una disminución de la vitalidad y del rendimiento de los afectados por ella, y tenía, aparte del dolor de las pérdidas de vidas y de los sufrimientos involucrados, significativas consecuencias económicas, vinculadas, por ejemplo, a la disponibilidad de mano de obra.

Marisma de Camarga
Así como en el Norte europeo, ha debido lucharse contra el bosque para encontrarl terrenos aptos para el cultivo, veremos que en el Sur ha sido preciso librar una dura lucha en las planicies con el agua malsana en ellas depositada, para volverla corriente, saludable y útil para el regadío. Y para hacer de las llanuras tierras cultivables.
De la historia mediterránea de la malaria tratará nuestra próxima entrada. Como también de los esfuerzos desplegados en el siglo XVI para ganarle tierras a la marisma.
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© Lino Althaner