¿Está el hombre poniéndose obsoleto? (3)

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Edith Stein

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¿Por qué no decir, a pesar de nuestra falta de objetividad en esta materia, que el argumento del homo sapiens, expresado con tanta poesía en el artículo anterior, parece válido y conmovedor? ¿Y que es una razón, aunque eventualmente remota,  para tener esperanzas en que en unos cuantos años más – cientos, miles, millones – unos pies más finos y sutiles pisen esta tierra? 

Por otra parte, no es posible olvidar que el motivo de la decadencia, de los peligrosos acercamientos del ser humano a la condición de la bestia bruta, se ha repetido, yo diría que a lo largo de toda la historia. Siempre el hombre quejándose de la degeneración de las costumbres, de las malas maneras de los jóvenes, de la violencia, de que el mundo ya no es el de antes, de los desastres, de que encima se vienen atroces acontecimientos, de que el tiempo y el espacio están por concluir. Los predicadores de este tipo de revelaciones siempre han dispuesto, por lo demás, de un número suficiente de terremotos y tsunamis, de hambrunas, de pestes y matanzas, para respaldar sus afirmaciones. Tampoco nunca han faltado el descontento, las protestas, las crisis financieras, las caídas de la bolsa.

Por lo tanto, con mucha compasión por nosotros mismos, dejaremos por ahora pendiente la pregunta, que formula Günther Anders en su libro, de si el hombre está o no obsoleto, sin insistir por ahora en dilucidar si nuestra decadencia es peor que las de antes.

La cuestión que me inquieta sigue siendo válida, cualquiera que sea la respuesta. Ella concierne al camino para rescatar de la perdición a nuestra especie humana tan contradictoria, unas veces tan magnífica en sus realizaciones, otras tan detestable en su crueldad y siempre tan insoportablemente contradictoria y difícil de fiar. Es esta una evidencia de todos los tiempos, al parecer. Enfrentado al hombre-bestia, uno no puede dejar de preguntarse si se trata verdaderamente de una criatura de Dios.  Reconozco que estoy tentado en ocasiones a pensar en el demiurgo, el tremendo y en ocasiones inexperto o perverso creador del universo y del hombre, que los gnósticos – competidores del cristianismo ortodoxo en los primeros siglos de esta era – identificaban, no con el Padre de la Luz, el Dios bueno, cuyo hijo unigénito es Jesús, sino con el dios egoísta y racista y vengativo del Antiguo Testamento.

¿Es posible imaginarse la salvación a través de un medio que no sea la espera de una futura y lenta evolución o de una directa intervención, no demiúrgica sino divina?

Pienso ahora en la imagen que ilumina el encabezado de esta entrada. Edith Stein (1891-1942), filósofa judía discípula de Husserl y monja carmelita discípula de Jesús de Nazaret, conocida en esta última condición como santa Teresa Benedicta de la Cruz. Muerta en el calvario de Auschwitz, ella creía en la experiencia interna del contacto personal con Dios, más importante que cualquier saber y conocimiento. Cuando esa relación, decía, «se convierte en vivencia personal, no comunicada mediante imágenes y parábolas, ni a través de ideas ni mediante algo a lo que se pueda dar nombre, entonces, y sólo entonces, tenemos la ‘misteriosa revelación’ en el sentido más propio, la ‘teología mística’, la autorrevelación de Dios en el silencio. Ella es la cima a la que conducen los escalones del conocimiento de Dios».

Ella, como admiradora que era de San Juan de la Cruz y no sólo teorizadora de la experiencia mística sino practicante de la misma, había logrado tener al alcande de la mano, como todos sus auténticos hermanos en el misticismo, lo que nosotros tenemos enclaustrado en lo más profundo del alma: la chispa divina, la centella espiritual que es elixir de vida, la perla que el hombre extravió en su contaminación con la naturaleza y con la vida. Yo siempre he tenido la fuerte intuición de que en personas como Edith se revela una fuerza sobrehumana, la sola   capaz de procurar un cambio en la conciencia de la humanidad. ¿Cómo? Trayendo a la luz imperfecta de los hombres la imagen de la Luz, mostrándola a los hombres ordinarios como nosotros y dándoles prueba de su poder.

Sepultado tras capas espesas de ilusión, de ambición distorsionada, de pequeños anhelos y apegos materiales, de mentiras que nos quitan libertad, una partícula de la Luz original yace la aletargada, despreciada, empapada de nostalgia, primero, por volver a la faz de la tierra, y luego, por volver a ser una con Dios. Disponible para sólo unos cuantos, cuya misión es la de difundirla, para que obre prodigios. Sin la chispa del espíritu brillando en nuestros pensamientos, en nuestras miradas y en nuestros pasos, nos sentimos de repente como víctimas del más espantoso naufragio, del peor de los sinsentidos.

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Grandes místicos nos hacen falta. No sólo por cierto los místicos cristianos. Hay una mística judía – la cábala – y una mística islámica – el sufismo -, como también en el oriente budista e hinduista. Hay filósofos místicos, Plotino entre los  neoplatónicos, que vivía iluminado, llegando a tener experiencias extáticas en varias ocasiones. Y místicos laicos, como Dag Hammarksjold (1905-1961), quien fuera en Suecia ministro de hacienda y presidente del Banco Central, y luego Secretario General de las Naciones Unidas. En un manuscrito suyo encontrado en su departamento de Nueva York, hay testimonio de  la vía de espiritualidad recorrida por él, primero marcada preferentemente por la inquietud ética y luego por una profunda convicción acerca de la presencia de Dios que experimenta como a otro en sí mismo, estupefacto ante ‘lo inaudito de estar en sus manos’  en un instante que le parece estar situado en la eternidad. «Para el que vela  – escribe – lo lejano está presente, presente en esta humanidad en la que Jesús muere a cada instante en quien haya seguido hasta el fondo la huella interior del camino». Dag Hammarksjold, místico y mártir de la paz.

Unos tipos que pueden ayudarnos, yo creo que son los místicos. Serían sin duda objeto de mofa, despreciados como todo lo que vale la pena. Pero ellos insistirían, santos, místicos y monjes de todas las confesiones.  Uno del tipo del maestro Eckhart le haría falta a nuestro tiempo. Un Rumi, un Juan de Yepes, una Teresa Ahumada. Yo creo que terminarían por convencer al mundo y contagiarlo de su santa locura. Además, las iglesias deberían impulsar un florecimiento de las órdenes monásticas y ponderar como es debido la fuerza del retiro de los cenobitas y de los anacoretas. Ellas procurarían la renovación de las otras órdenes, las que llaman a la acción.  Un nuevo Benito de Nursia, un nuevo Antonio Abad, serían precisos para infundir entusiasmo. Una educación renovada, como la que necesitarían las nuevas generaciones, requeriría que en los hogares y en las escuelas se difundieran, en vez de las gestas oscuras y mundanas de los llamados padres de la patria, la vida y la obra y milagros de los santos y de los místicos.

Ya lo sé. Siento vuestras miradas  socarronas. Algunas teñidas de lástima, otras de horror. No faltan las miradas iracundas. Pero, no me miréis con ira. Todo esto os parece una locura. Y os lo concedo, tenéis razón. Os parece una locura porque es una locura, en eso estamos de acuerdo. Pero después del vergonzoso siglo XX que tuvimos, con sus cimas de cordura -las guerras, las bombas, las pestes, las hambrunas, las servidumbres multiplicadas, las tenebrosas promesas de la tecnología-, y después del no menos promisorio siglo XXI que estamos teniendo, qué nos resta si no es un recurso deseperado. El recurso a la cordura, en eso estaréis de acuerdo, está por completo desprestigiado. Sólo resta la locura. Una santa locura.

También podrían ayudarnos poetas visionarios y artistas que tocaran el cielo con sus manos, o bien con sus cinceles o pinceles o partituras. Los hombres no pueden seguir ignorando a Emanuel Swedenborg, que conversaba con los ángeles del cielo, ni a William Blake que decía su experiencia en estos versos:


Ver un mundo en un Grano de Arena
y un Cielo en una Flor Silvestre:
tener al Infinito en la palma de tu mano
y la Eternidad en una hora.

A ellos quiere este blog dedicarles una parte importante de su contenido, en el convencimiento de que en ellos está la fuerza necesaria para impulsar el regreso del Espíritu a la faz de la tierra. Amigos de la chispa divina, ellos traen de vuelta la Luz capaz de enceguecernos para darnos la visión de la verdad.

Me comprometo a una entrada a la semana dedicada al mundo de los místicos y santos y poetas visionarios.

© 2012
Lino Althaner 

¿Está el hombre poniéndose obsoleto? (2)

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El pobre poeta (Spitzweg)

Recién ha ingresado a este blog un homo sapiens y desea, a propósito del anterior artículo del blog, hacer un comentario -dice que poético- y parece que a modo de defensa. Helo aquí:

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¿Soy acaso tan noble y tan viejo
como el trilobites que en la piedra
casi se ha vuelto inmortal?
Unas notas dirían que sí.
Unas formas pintadas o esculpidas.
Unos versos.
Más bien pocos, unos cuantos.

Sin embargo en lo concreto
menos en el dicho que en el hecho
en el ruido y la prisa
en la sangre y el fuego
soy tan joven y pequeño.
Estoy en proyecto.
Soy el hombre en el trance de nacer.

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Dibujo de Leonardo da Vinci

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Me recuerda el homo sapiens que su historia no tiene más que unos miles de años. En el cosmos, que se mide en millones de años luz, es tan solo un bebé. Y me pide que no lo juzguemos de manera tan severa.

© 2012
Lino Althaner

¿Está el hombre poniéndose obsoleto? (1)

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Poco parece tener en común esta imagen de Arsenio el anacoreta – bello anciano de barba envidiable – con los dos libros que esperan sobre mi escritorio. Pero ya lo verán. La decadencia de lo humano, de Konrad Lorenz, y La obsolescencia del hombre, de Günther Anders, son los libros. El primero espera un comentario. El segundo espera a ser leído. El de Lorenz, premio Nobel de Medicina y Fisiología del año 1973, trata de los cambios increíblemente acelerados que experimenta  la civilización en las últimas centurias y de las crecientes y muy sufridas dificultades adaptativas del homo sapiens para asimilarlos sin sacrificar la esencia de su condición. El de Anders, el «filósofo de la barbarie» del magnífico siglo XX, se refiere al hombre oscurecido en el mundo de la técnica, que se afana como un loco que crece y produce y descubre y fabrica en forma acelerada sin imaginar las consecuencias de su hiperlaboriosidad y de su patológica inflación, que lo hacen desembocar en tragedias demenciales y autodestructivas. Una frase de Anders define al parecer la orientación de su pensamiento: “los residuos radiactivos son los símbolos de nuestra época”. Me imagino la negrura de su pronóstico.

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Se trata de libros que dicen cosas muy desagradables. Y yo no necesito que me estén recordando la caída creciente del hombre, que me temo de pronto que se haga decididamente vertical. Y aunque las impresiones que recibo en el mismo sentido son a veces un tanto provincianas y más bien de la rutina del diario vivir, no por ello, a mi juicio, son menos significativas.
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Comencemos por lo más pequeño. Los días en que hay un partido de fútbol en que la selección nacional disputa su paso a octavos de final en un torneo no muy importante y con un equipo de tercera categoría como rival, me acuerdo especialmente de la caída: para ser más preciso, cuando escucho el bestial griterío que provoca el gol del empate, y los bocinazos, y las celebraciones, y los destrozos posteriores. Y si gana la selección o llega a semifinales, la cosa se acerca todavía más a una simiesca pesadilla: entonces, es como si se abrieran los cielos y cayera sobre mí todo el peso de una funesta revelación.
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Les parezco exagerado. Porque algo parecido me ocurre cuando voy a un cine de la comuna de La Reina y me veo rodeado de monstruosos bebedores de pepsi-cola y degustadores de pop corn, familias enteras que mastican y tragan, en anómalo éxtasis, la quintaesencia de la chatarra, mientras trato de concentrarme en la película. Y cuando el espectáculo termina, cómo queda la sala convertida en un chiquero. Otro rayo negativo. En fin, se multiplican diariamente las revelaciones de este tipo: malas palabras, prisas y cacofonías. Garabatos y bocinas. Señales por doquier de fealdad y sinsentido. De hidalguía perdida, de nobleza tirada a la basura.
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Las protestas y las represiones, la inestabilidad de los mercados, el fracaso de los políticos, el descontento generalizado, el escepticismo  y el desencanto son menos provincianos. Se repiten en todo el mundo con parecidas características.
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¿En Libia o en Siria, qué se cuenta, y en la franja de Gaza, qué se sigue contando? ¿Qué opinan los millones, en Sudán, Etiopia y Abisinia, por ejemplo, que en la rutina del hambre se siguen muriendo? ¿Qué opinan los gobiernos y qué hacen? ¿Los cien hombres más ricos del mundo? ¿Qué hacen la ONU, la OTAN, el FMI, la OEA? Para los grandes problemas, soluciones de parche. ¿Qué cuentan los japoneses contaminados tras el desastre de Fukushima? Para las grandes dolencias, agua de las carmelitas. Y seguimos adelante, como si nada ocurriera. ¿Qué hacemos tú y yo,  en el instante peligroso, propio del mundo transformado.
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¿Quién vendrá en nuestro auxilio?
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Según mi amigo Carlos, la única posibilidad de salvación se halla en el fin de los tiempos, según él muy cercanos, que tendrían que manifestarse con todo el dramático movimento, la inigualable simbología  y la policromía del Apocalipsis de Juan. Es posible. Sus razones son buenas, aunque a mí no me parece que esa sea la única la alternativa.
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Concuerdo con él, sin embargo, en que no nos traerán la salvación ni los economistas ni los intelectuales. Ni tampoco los tratados ni las leyes y decretos que tejen las organizaciones globales y los gobiernos. Ni los préstamos de los bancos internacionales. Ustedes yo creo ya saben por qué. También estoy de acuerdo en que la salvación del hombre – del hombre neurótico y deprimido, esclavizado y olvidado de sí mismo, rabioso y sediento de la sangre y del espíritu de sus semejantes – no depende de ninguna institución.
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Tampoco de libros como éstos, el de Lorenz o el de Anders, por muy buenos que sean, porque ¿a quiénes moverán? Por clara que sea la prognosis en ellos razonada, ¿provocarán acaso alguna reforma significativa o alguna revolución? Las reformas siempre dejan las cosas un poco peor de lo que estaban. ¿Y de qué sirven las revoluciones, siempre bestiales y sangrientas, cuya estupidez ha quedado a la vista una y otra vez? ¿Serán capaces de provocar un cambio tan significativo en la conciencia colectiva? Si, por lo demás, la opinión pública o la conciencia de la humanidad están olvidadas de lo que importa de verdad.
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Pero hay otro recurso disponible. Lo tenemos al alcance de la mano, pero no es de tan fácil acceso.
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En la próxima entrada les hablo de él.

© 2014
Lino Althaner

 

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