Dos mujeres

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Nuestra colega y amiga Rosa de los Vientos, a propósito de la penúltima entrada de este blog, comentaba apesadumbrada acerca de la prejuiciosa tradición que suele asociar no pocos males a la  belleza seductora de la mujer. Y yo le contestaba con una obviedad: recordándole la relación de ese tópico con la historia veterotestamentaria según la cual la seducción del primer hombre por su mujer, que indujo a este a gustar del fruto prohibido, desobedeciendo así el mandato divino, que significó nada menos que la pérdida del paraíso para la humanidad y la entrada de ésta en el ámbito del pecado y la imperfección.

Michelangelo Buonarroti

Michelangelo Buonarroti

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Tanto Adán como Eva tratan de disculparse ante Dios, en un estilo demasiado humano (Gen, 4,15). Adán: La mujer que me diste por compañera me dio del árbol y comí. O sea, no fui yo el culpable. Fue la mujer, y la que tú me diste. Eva: La serpiente me sedujo, y comí. Según la psicología junguiana, esta serpiente no representaría sino la sombra de la misma Eva, es decir, una parte de su inconsciente que se rebela contra la prohibición y muerde su propio anzuelo, haciendo que Adán también lo muerda.

Las consecuencias de esta historía, producto por cierto de una sociedad extremadamente machista, impregnan fuertemente a las religiones monoteístas. Y no pueden sino manifestarse en lugares comunes acerca de la condición de la mujer. A pesar de que los libros sagrados y la historia están llenos de mujeres que sobresalen por su fidelidad, por su carácter heroico, por su generosidad, por su compromiso con la comunidad, por su entrega al Altísimo. El ejemplo de éstas debería borrar de una vez por todas el efecto de aquel mito original.

El supremo modelo de mujer, el verdadero, lo conocemos. A partir de él, el modelo de Eva ha quedado obsoleto..

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Bartolomé E. Murillo – La Inmaculada Concepción

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El más perfecto es el de María, la madre de Jesús de Nazaret. Suma de perfecciones. De humildad, de inocencia y de pureza, de perfecta sintonía con la providencia divina, de perfecta sumisión y obediencia, por lo tanto, de amor y de entrega ilimitada. Así como la Eva del Génesis hace paladear a la humanidad el venenoso encanto del fruto prohibido, María la restaura con el fruto bendito de su vientre, el Mesías anunciado por los profetas, el Redentor. En otros artículos de de Todo el Oro del Mundo he destacado el reconocimiento que a esta mujer sublime y Reina de los Cielos han dedicado poetas de la estatura de Dante, Goethe o  T.S. Eliot. Por favor, ganen unos minutos en leerlos, pues dicen de una verdad que nace en lo profundo del alma humana.

Vergine madre, figlia del tuo figlio/ umile e alta più che creatura,/ termine fisso d’eterno consiglio/ tu se’ colei che l’umana natura/ nobilitasti si… (Virgen Madre, hija de tu hijo/ la más humilde y alta de las creaturas/ término fijo de la eterna voluntad/ tú eres quien la humana naturaleza ennobleciste…)  Así se dirige a ella Dante Alighieri en el Canto XXXIII del Paraíso. Y Goethe, en la escena final de su Fausto: Höchste Herrscherin der Welt,/ lasse mich im blauen,/ Ausgespannten Himmelszelt/ Dein Geheimniss schauen! (¡Sublime Señora del mundo,/ deja que contemple tu misterio/ en el fondo azul del cielo!). El misterio a que alude Goethe es el de la eterna femineidad de María.

Luego de haberle sido anunciado por el ángel que iba a ser madre del Salvador, en presencia de su prima Isabel, elevó al cielo un himno hermosísimo, conocido como el Magnificat, por la palabra inicial de su texto en la Vulgata latina.

Esta versión es en hebreo. La inscripción del himno que se muestra al principio se encuentra en la iglesia de la Visitación de Ain Karim, pequeña población cercana a Jerusalén en la cual, según la tradición, habría tenido lugar el encuentro entre María y su prima Isabel, la madre de Juan el Bautista.

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Alaba mi alma la grandeza del Señor/ y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador/ porque ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava;/ por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada,/ porque ha hecho en mi favor cosas grandes el Poderoso, Santo su nombre,/ y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen./ Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los de corazón altanero./ Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes./ A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos con las manos vacías./ Acogió a Israel, su siervo,/ acordándose de la misericordia/ -como había anunciado a nuestros padres- en favor de Abrahán y de su linaje por los siglos
(Lc 1, 46-56).

Este himno ha sido empleado muchas veces por los grandes compositores para elevar su propio canto de alabanza a la Reina de los cielos. Monteverdi, Buxtehude, Pachelbel, Charpentier, Bach y Vivaldi, entre los clásicos, Penderecki, Gorecki y Pärt, entre los modernos, han ideado músicas maravillosas para estos conmovedores versículos, que los cristianos hacemos nuestra oración para dirigirnos al Padre Eterno.

He elegido el Magnificat RV 611, de Antonio Vivaldi, para adicional ilustración musical de este artículo.

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(Magnificat anima mea Dominum,/ et exultavit spiritus meus in Deo salutari meo,/ quia respexit humilitatem ancillae suae./ Ecce enim ex hoc beatam me dicent/ omnes generationes, quia fecit mihi magna/ qui potens est, et sanctum nomen eius,/ et misericordia eius/ a progenie in progenies timentibus eum./ Fecit potentiam in brachio suo,/ dispersit superbos mente cordis sui,/ deposuit potentes de sede,/ et exaltavit humiles,/ esurientes implevit bonis,/ et divites dimisit inanes./ Suscepit Israel puerum suum/ recordatus misericordiae suae,/ sicut locutus est/ ad patres nostros/ Abraham et semini eius in saecula.

Hoy día se celebra el día de la Inmaculada Concepción de María. Es el motivo de este artículo. Es la ocasión de repetir su himno con nuestros labios y con nuestros corazones, y de clamar desde nuestra más honda intimidad:

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Maria

ora pro nobis.

© Lino Althaner
2014

No es la voz del Espíritu del Tiempo

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Así dice la voz del espíritu

de la profundidad:

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El cetro pertenece al que se humilla,

la corona al que inclina la cabeza.

Es quien sirve el que reina.

El que abate los hitos que separan,
el que nunca condena

ese habita en el reino de los cielos.


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¿Es esta la experiencia tan difícil?

Aquí mismo la tenemos.

Es la voz del espíritu profundo.
No la voz del espíritu del tiempo.

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El espíritu de la profundidad -dice C. G. Jung al comienzo de su Libro Rojo- nos impele a conectarnos con el suprasentido en el que se unen el sentido y el contrasentido. El suprasentido nos muestra la imagen de Dios. La imagen de Dios nos hace escuchar su voz.

La voz del espíritu de la profundidad es la voz de Dios.

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 © Lino Althaner
2014

Harmonia mundi

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Como el alma del Hombre primordial que, según el mito gnóstico, declina progresivamente, por el camino e de las siete esferas cósmicas, y se hunde en el lodo terrestre para cubrirse de la densa materia que la oculta, así también la música divina, infinitamente bella, ha debido atravesar las esferas para radicarse en el tenebroso mundo sublunar.  Ambas, con todo, el alma y la música, tienen una oportunidad para redimirse. Después de la muerte, el alma afronta el inmenso desafío consistente en ser capaz de regresar, por el mismo camino, a su hogar y a su ser original. Algo similar ha de ocurrir con la música humana, que en algún momento habrá de volver a sonar como la música que se escucha por encima de todas las esferas. Pero antes de esa final aventura, el alma es con todo capaz, como afirman los grandes místicos, de experimentar en vida anticipos de la suprema experiencia. En manos del artesano adecuado, también la música es capaz, de empinarse hasta la relativa cercanía de la música suprema.


universo ptolemaico

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Toda esta magnífica intuición se desarrolla, desde la Antigüedad hasta el Renacimiento, a partir de la cosmología de las ocho esferas cósmicas del mundo geocéntrico precopernicano, que es relacionada con los peldaños de la octava musical, que en esas mismas esferas se hace audible y que sirve de fundamento, en medida relativa y variable, a la música humana.

El hombre anda a la caza de coincidencias similares a través de los siglos, pues reflexionando acerca de ellas busca probar la verdad del axioma hermético conforme al cual «lo de arriba es como lo de abajo», que resume la doctrina de las correspondencias del macrocosmos con el microcosmos.   Si se trata de fortalecer este esquema del mundo como un conjunto armónico y encantado, la memoria y la imaginación se esfuerzan por hallar adicionales equivalencias.

 

Leonardo da Vinci - El hombre de Vitrubio

Leonardo da Vinci – El hombre de Vitrubio

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El esquema debe ser sutilmente ajustado cuando son, por ejemplo, convocadas las nueve musas del Olimpo. Pero se las puede hacer coincidir con las esferas, si no se olvida que, por encima de las ocho, hay todavía un enorme vació que llenar.  O cuando se quiere incorporar, para reforzar el concepto, a las nueve las jerarquías angélicales del Pseudo Dionisio Areopagita, la más alta de las cuales -los serafines- se ubica en la inmediata cercanía de Dios, mientras la de los ángeles propiamente tales es la más cercana a la tierra. Los coros angélicales tienen especial importancia para las gentes del Medioevo, pues sirven para compensar a presencia pagana de las Musas con la de unos ángeles ya considerados hace mucho como patrimonio del cristianismo.

Francesco Giorgi en su Harmonia Mundi (1525) puede incluir en el esquema a nueve de las diez sephirot del árbol de la vida cabalístico y a los nueve nombres hebreos de Dios.

 

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Petrus Apianus, Cosmographia (1545)


El esquema se puede complicar. Por ejemplo, por encima de la esfera aquella en que se ubican las estrellas fijas -que corresponde también a los signos del zodíaco- se halla un espacio susceptible de ser dividido, como en la figura de arriba, en tres regiones cósmicas adicionales: primero, la del cielo cristalino, luego la primum mobile, el primer motor del universo, y por encima de éste, el Empíreo, la misma morada Dios y el destino de sus elegidos. 

Lo importante es que no se pierda el sentido original: el de describir gráfica e inteligiblemente los diversos estratos del cosmos como unidad, como conjunto regido por una sublime armonía.

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Armonía que nos vuelve a recordar, una y otra vez, la que impera en el mundo del sonido, tentativamente en la música humana, aproximativamente en la música de las esferas, plenamente en la música divina.

© 2014
Lino Althaner

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