La profetisa del Rin

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Una mujer iluminada. Una mujer fascinante. ¡Que enorme desafío el de expresar algo significativo acerca de ella en unas cuantas líneas! Pues para la síntesis, no para las extensas disertaciones, están los blogs, al menos para mi gusto. Para despertar inquietudes y amistades espirituales.

Hildegarda de Bingen no es solamente una de las personalidades más fascinantes de la Baja Edad Media europea. Su genio multifacético deslumbra por su originalidad en el conjunto de la cultura occidental. Fue sin duda una escritora sobresaliente, que brilla particularmente por su obra mística, visionaria y profética, pero también por sus ensayos sobre ciencia natural y medicina. Fue también una prolífica compositora musical. Mujer de eminente y reconocida sabiduría, su influencia se proyectó sobre muchas personalidades de su época, con las cuales dialogó y discutió, y a las cuales reprendió en el momento oportuno.

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El hombre

Modelo de mujer, es una gracia caída del cielo para toda la humanidad.

Hildegarda de Bingen (1098-1179) se enclaustró en el monasterio de Disibodenberg a los catorce años, incorporándose solemnemente a la Orden de San Benito dos años después. En ella se conjugó, como no solía ser extraño, la voluntad de la familia y el destino religioso que le estaba destinado, con una temprana vocación religiosa, que habría de tener gustosos frutos.

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La tierra

Visiones resplandescientes la inquietaron desde niña. Imágenes luminosas, formas provenientes de otra esfera, colores encendidos; y una voz le explicaba lo que veía; y una música la acompañaba. Ya adulta, a los cuarenta y dos años le sobreviene un periodo visionario extraordinariamente activo, en el cual recibe la orden sobrenatural de describir y comentar las imágenes con palabras reveladas. La ciencia moderna, enemiga de lo espiritual, de lo que trasciende a los sentidos humanos, la ha diagnosticado con diversas dolencias. Yo le atribuyo solamente la dolencia agradecida de su pequeñez ante la divinidad, la vocación de la santidad, la entrega entera a su amado Dios, que creyó necesario recompensarla con dones difíciles de alcanzar.

Escribe el «Liber Scivias». Uno de los monjes de Disibodenberg, Volmar, le sirve de secretario y escribiente. Es también su colaboradora una monja llamada Ricardis de Stade. ¿Quiénes iluminan e ilustran el libro? ¿Volmar o alguno de sus demás colaboradores? ¿Ricardis de Stade? ¿Unas monjas anónimas?

Pero Hildegarda duda en hacer públicas sus visiones y los textos resultantes. Recurre entonces a uno de los más eminentes espíritus de la época, Bernardo de Claraval, a quien dice visualizar «como un hombre que veía directo al sol y sin miedo». Bernardo la alienta, invitándola a «reconocer este don como una gracia y a responder a él ansiosamente con humildad y devoción».

La caída del paraíso

La caída del paraíso

Hacia 1148, una visión la hace concebir la idea de partir de Disibodenberg para fundar un monasterio. Después de alguna oposición por parte del abad, logra convencer a la autoridad eclesiástica de la conveniencia de realizar su propósito fundacional, que se concreta en la colina de San Ruperto, en las inmediaciones de Bingen y al oeste del Rin. Siendo ya abadesa del convento de San Rupertsberg, publica sus dos libros sobre ciencias naturales («Physica») y medicina («Cause et cure»), en los cuales expuso sus conocimientos de fisiología humana, herbolaria y terapéutica natural. Comienza además la colección de cantos que tituló «Symphonia armonie celestium revelationum», compuesta para atender a las necesidades litúrgicas de la comunidad.

Tiene alrededor de sesenta y cinco años cuando, como producto de una renovada serie de visiones, comienza la escritura de otra de sus obras fundamentales, el «Liber divinorum operum», que completa diez años más tarde. Alterna sin embargo, su vida de escritora, con la actitividad meditativa y contemplativa, y también con la de predicación. En 1965 funda un segundo monasterio en la localidad renana de Eibingen.

El juicio final

El juicio final

Realizó una intensa labor de predicación, que gira principalmente en torno a la redención, la conversión y la reforma del clero. En este último punto, criticó duramente la corrupción eclesiástica. Se opuso al movimiento de los cátaros, pero propuso ganarlos por medios pacíficos, a través del convencimiento doctrinal y del buen ejemplo moral.

A la muerte de Volmar en 1173, debió recurrir a la ayuda de los monjes de la abadía de San Eucharius de Tréveris. También le sirvió por algún tiempo de amanuense el monje Godofredo de Disibodenberg. Su último secretario fue Guiberto de Gembloux, un monje flamenco.

 

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El amor de Dios, la vida y la salvación

En cuanto a la ilustración de sus libros, que indudablemente despierta una gran admiración, si bien Hildegarda no los pintó ella misma, es claro que daba precisas instrucciones a sus colaboradores en este ámbito para que se ajustaran al minucioso carácter de las imágenes visionarias que le eran reveladas. Son un necesario complemento de los textos visionarios, un complemento difícil de superar, un monumento en la historia del arte de la ilustración de libros.

Pero Santa Hildegarda, no solo se proyecta hasta nosotros, después de mil años, en textos místicos, en textos de ciencia naturales, en la imagen de sus visiones.

También lo hace en su música.

Y tanto más podríamos decir de ella. Sobre las luchas que debió librar y los obstáculos que hubo de vencer. Pero sobre todo, sobr el contenido de sus libros. Que estas pequeñas líneas sirvan al menos para despertar el interés por su vida ejemplar y por su extraordinaria obra.

El 7 de octubre de 2012, el papa Benedicto XVI le otorgó el título de doctora de la Iglesia.

© 2014
Lino Althaner

¿Está el hombre poniéndose obsoleto? (3)

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Edith Stein

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¿Por qué no decir, a pesar de nuestra falta de objetividad en esta materia, que el argumento del homo sapiens, expresado con tanta poesía en el artículo anterior, parece válido y conmovedor? ¿Y que es una razón, aunque eventualmente remota,  para tener esperanzas en que en unos cuantos años más – cientos, miles, millones – unos pies más finos y sutiles pisen esta tierra? 

Por otra parte, no es posible olvidar que el motivo de la decadencia, de los peligrosos acercamientos del ser humano a la condición de la bestia bruta, se ha repetido, yo diría que a lo largo de toda la historia. Siempre el hombre quejándose de la degeneración de las costumbres, de las malas maneras de los jóvenes, de la violencia, de que el mundo ya no es el de antes, de los desastres, de que encima se vienen atroces acontecimientos, de que el tiempo y el espacio están por concluir. Los predicadores de este tipo de revelaciones siempre han dispuesto, por lo demás, de un número suficiente de terremotos y tsunamis, de hambrunas, de pestes y matanzas, para respaldar sus afirmaciones. Tampoco nunca han faltado el descontento, las protestas, las crisis financieras, las caídas de la bolsa.

Por lo tanto, con mucha compasión por nosotros mismos, dejaremos por ahora pendiente la pregunta, que formula Günther Anders en su libro, de si el hombre está o no obsoleto, sin insistir por ahora en dilucidar si nuestra decadencia es peor que las de antes.

La cuestión que me inquieta sigue siendo válida, cualquiera que sea la respuesta. Ella concierne al camino para rescatar de la perdición a nuestra especie humana tan contradictoria, unas veces tan magnífica en sus realizaciones, otras tan detestable en su crueldad y siempre tan insoportablemente contradictoria y difícil de fiar. Es esta una evidencia de todos los tiempos, al parecer. Enfrentado al hombre-bestia, uno no puede dejar de preguntarse si se trata verdaderamente de una criatura de Dios.  Reconozco que estoy tentado en ocasiones a pensar en el demiurgo, el tremendo y en ocasiones inexperto o perverso creador del universo y del hombre, que los gnósticos – competidores del cristianismo ortodoxo en los primeros siglos de esta era – identificaban, no con el Padre de la Luz, el Dios bueno, cuyo hijo unigénito es Jesús, sino con el dios egoísta y racista y vengativo del Antiguo Testamento.

¿Es posible imaginarse la salvación a través de un medio que no sea la espera de una futura y lenta evolución o de una directa intervención, no demiúrgica sino divina?

Pienso ahora en la imagen que ilumina el encabezado de esta entrada. Edith Stein (1891-1942), filósofa judía discípula de Husserl y monja carmelita discípula de Jesús de Nazaret, conocida en esta última condición como santa Teresa Benedicta de la Cruz. Muerta en el calvario de Auschwitz, ella creía en la experiencia interna del contacto personal con Dios, más importante que cualquier saber y conocimiento. Cuando esa relación, decía, «se convierte en vivencia personal, no comunicada mediante imágenes y parábolas, ni a través de ideas ni mediante algo a lo que se pueda dar nombre, entonces, y sólo entonces, tenemos la ‘misteriosa revelación’ en el sentido más propio, la ‘teología mística’, la autorrevelación de Dios en el silencio. Ella es la cima a la que conducen los escalones del conocimiento de Dios».

Ella, como admiradora que era de San Juan de la Cruz y no sólo teorizadora de la experiencia mística sino practicante de la misma, había logrado tener al alcande de la mano, como todos sus auténticos hermanos en el misticismo, lo que nosotros tenemos enclaustrado en lo más profundo del alma: la chispa divina, la centella espiritual que es elixir de vida, la perla que el hombre extravió en su contaminación con la naturaleza y con la vida. Yo siempre he tenido la fuerte intuición de que en personas como Edith se revela una fuerza sobrehumana, la sola   capaz de procurar un cambio en la conciencia de la humanidad. ¿Cómo? Trayendo a la luz imperfecta de los hombres la imagen de la Luz, mostrándola a los hombres ordinarios como nosotros y dándoles prueba de su poder.

Sepultado tras capas espesas de ilusión, de ambición distorsionada, de pequeños anhelos y apegos materiales, de mentiras que nos quitan libertad, una partícula de la Luz original yace la aletargada, despreciada, empapada de nostalgia, primero, por volver a la faz de la tierra, y luego, por volver a ser una con Dios. Disponible para sólo unos cuantos, cuya misión es la de difundirla, para que obre prodigios. Sin la chispa del espíritu brillando en nuestros pensamientos, en nuestras miradas y en nuestros pasos, nos sentimos de repente como víctimas del más espantoso naufragio, del peor de los sinsentidos.

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Grandes místicos nos hacen falta. No sólo por cierto los místicos cristianos. Hay una mística judía – la cábala – y una mística islámica – el sufismo -, como también en el oriente budista e hinduista. Hay filósofos místicos, Plotino entre los  neoplatónicos, que vivía iluminado, llegando a tener experiencias extáticas en varias ocasiones. Y místicos laicos, como Dag Hammarksjold (1905-1961), quien fuera en Suecia ministro de hacienda y presidente del Banco Central, y luego Secretario General de las Naciones Unidas. En un manuscrito suyo encontrado en su departamento de Nueva York, hay testimonio de  la vía de espiritualidad recorrida por él, primero marcada preferentemente por la inquietud ética y luego por una profunda convicción acerca de la presencia de Dios que experimenta como a otro en sí mismo, estupefacto ante ‘lo inaudito de estar en sus manos’  en un instante que le parece estar situado en la eternidad. «Para el que vela  – escribe – lo lejano está presente, presente en esta humanidad en la que Jesús muere a cada instante en quien haya seguido hasta el fondo la huella interior del camino». Dag Hammarksjold, místico y mártir de la paz.

Unos tipos que pueden ayudarnos, yo creo que son los místicos. Serían sin duda objeto de mofa, despreciados como todo lo que vale la pena. Pero ellos insistirían, santos, místicos y monjes de todas las confesiones.  Uno del tipo del maestro Eckhart le haría falta a nuestro tiempo. Un Rumi, un Juan de Yepes, una Teresa Ahumada. Yo creo que terminarían por convencer al mundo y contagiarlo de su santa locura. Además, las iglesias deberían impulsar un florecimiento de las órdenes monásticas y ponderar como es debido la fuerza del retiro de los cenobitas y de los anacoretas. Ellas procurarían la renovación de las otras órdenes, las que llaman a la acción.  Un nuevo Benito de Nursia, un nuevo Antonio Abad, serían precisos para infundir entusiasmo. Una educación renovada, como la que necesitarían las nuevas generaciones, requeriría que en los hogares y en las escuelas se difundieran, en vez de las gestas oscuras y mundanas de los llamados padres de la patria, la vida y la obra y milagros de los santos y de los místicos.

Ya lo sé. Siento vuestras miradas  socarronas. Algunas teñidas de lástima, otras de horror. No faltan las miradas iracundas. Pero, no me miréis con ira. Todo esto os parece una locura. Y os lo concedo, tenéis razón. Os parece una locura porque es una locura, en eso estamos de acuerdo. Pero después del vergonzoso siglo XX que tuvimos, con sus cimas de cordura -las guerras, las bombas, las pestes, las hambrunas, las servidumbres multiplicadas, las tenebrosas promesas de la tecnología-, y después del no menos promisorio siglo XXI que estamos teniendo, qué nos resta si no es un recurso deseperado. El recurso a la cordura, en eso estaréis de acuerdo, está por completo desprestigiado. Sólo resta la locura. Una santa locura.

También podrían ayudarnos poetas visionarios y artistas que tocaran el cielo con sus manos, o bien con sus cinceles o pinceles o partituras. Los hombres no pueden seguir ignorando a Emanuel Swedenborg, que conversaba con los ángeles del cielo, ni a William Blake que decía su experiencia en estos versos:


Ver un mundo en un Grano de Arena
y un Cielo en una Flor Silvestre:
tener al Infinito en la palma de tu mano
y la Eternidad en una hora.

A ellos quiere este blog dedicarles una parte importante de su contenido, en el convencimiento de que en ellos está la fuerza necesaria para impulsar el regreso del Espíritu a la faz de la tierra. Amigos de la chispa divina, ellos traen de vuelta la Luz capaz de enceguecernos para darnos la visión de la verdad.

Me comprometo a una entrada a la semana dedicada al mundo de los místicos y santos y poetas visionarios.

© 2012
Lino Althaner 

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