Las tierras ocupadas por el hombre, enfrentadas a la inmensidad del mar Mediterráneo, no abundan en el siglo XVI; se reducen más bien a unas cuantas franjas estrechas y puntos de apoyo reducidos. Pero el mar solamente se anima a lo largo de esas costas. En grandes extensiones, el mar se halla del todo vacío y bien puede ser entonces comparado a una vasta llanura líquida, inhabitada. Porque “en esta época, navegar equivale, poco más o menos, a seguir la costa, como en los albores de la marinería”. El hombre se desliza de un puerto a otro de la misma franja costera, casi siempre el más cercano.
Esto no sólo es aplicable a las naves mercantes. Así también navegaban las flotas de guerra, que no entraban en batalla sino a la vista de la costa.
La batalla de Lepanto es un caso ejemplar de lo antedicho: la lucha se da, en 1571, entre los miembros de la Liga Santa -españoles, venecianos, pontificios- al mando de Juan de Austria y la flota de los turcos dirigida por Alí Bajá, en un espacio marítimo inmediato tanto a Oxeia, la más meridional de las islas Equinadas, como a las costas que flanquean a los golfos de Patras y de Corinto -antiguamente conocidos con el nombre de golfo de Lepanto-, que separan al Peloponeso de la Grecia Central. Pero muchos otros casos -los de los enfrentamientos navales entre cristianos y musulmanes a lo largo de las costas africanas, de los mares angostos o de las islas mediterráneas- confirman la verdad de lo afirmado precedentemente.
Sólo excepcionalmente perdían las naves la vista de la costa. Desde luego, cuando accidentalmente las corrientes o los vientos las empujaban mar adentro. También cuando se trataba de seguir alguna de las pocas rutas directas, “conocidas y practicadas desde hacía largo tiempo”. Por ejemplo, cuando se navegaba de España a Italia por las Baleares y el sur de Cerdeña o cuando se alcanzaban las costas de Siria desde los estrechos de Mesina o de Malta, por el cabo Matapán, al sur de Candía (Creta) o de Malta. Tampoco era infrecuente el cruce hacia Alejandría desde Rodas, derrotero por lo demás bastante corto. Pero el miedo al alta mar está siempre presente. La desesperación se apodera de las tripulaciones cuando, incluso en rutas de parecidas características, se encuentran de pronto rodeados de niebla, viéndose obligados a navegar a ciegas, sin tierra a la vista.
Así, es válida la afirmación según la cual los marinos de este mar prefieren saltar “de roca en roca, como los cangrejos, de promontorios en islas y de islas en promontorios” para rehuir las “campiñas del mar”, esto es, el alta mar.
Razones poderosas para admirar las proezas naúticas de los hombres que al mando de Cristóbal Colón se adentran decididamente en el Atlántico, a fines del siglo anterior, para aventurarse por rutas vírgenes hacia territorios inciertos, para los portugueses que inauguran el camino hacia las Indias de las especias por la ruta del Cabo de Nueva Esperanza y también para aquellos que al mando de Magallanes y Elcano, al servicio de Carlos I de España, circunnavegan el planeta por vez primera. Pues el Mediterráneo no es sino un mar interior o, si se quiere, un gran lago, en comparación con la inmensidad de las aguas oceánicas.
No es que los marinos mediterráneos carezcan de los conocimientos y del instrumental técnico entonces disponibles. “No, -asevera Fernand Braudel- si el Mediterráneo no ha renunciado a sus antiguos métodos de navegación, prescindiendo de las travesías directas de que hemos hablado, es porque este sistema de navegación le bastaba a sus hombres de mar para satisfacer sus necesidades y respondía a los compartimientos que forman sus cuencas”, en las cuales es muy fácil tropezar con tierras no muy alejadas unas de otras. ¿Cómo no dejarse seducir por esa cercanía de las costas para evitar, en lo posible, la inseguridad de la alta mar, por ejemplo, en la anchura del mar Jónico? La tierra, que jamás se pierde de vista, es la brújula más eficiente. Además, suele proporcionar abrigo contra los vientos, especialmente cuando se desencadenan provenientes de la tierra.
No solamente contra los desarreglos atmosféricos. El puerto cercano puede ser el refugio contra el pirata o el corsario que no solo ponen en peligro la libertad -téngase presente que uno de los fines de estos marineros más o menos irregulares es la captura de esclavos- o la vida de marinos y pasajeros, sino que también las mercancías valiosas que suelen transportar. Incluso una playa puede servir, en caso extremo, para hacer encallar al navío y escapar por tierra con lo que se alcance a rescatar.

Galera otomana
Es que en el siglo XVI la piratería turca se hace muy fuerte, auxiliada por los berberiscos radicados en Trípoli de Libia, Túnez y Argel, entre otros puertos de la costa norafricana.Suelen incursionar en las costas ponentinas, para horror de sus habitantes y de los navegantes que se interponen en sus propósitos. Suelen actuar en connivencia con el Sultán de la Sublime Puerta, y no es extraño verlos preceder o escoltar a las flotas otomanas cuando estas se internan amenazadoras en el Mediterráneo occidental. No son los únicos piratas. Los hay también del lado cristianos, como los uscoques de la costa oriental del Adriáticos, preferentemente albaneses y croatas. Corsarios -conforman un caso especial- los hay de todos los colores: ingleses, holandeses, franceses y españoles; turcos, berberiscos, argelinos y tripolitanos, por ejemplo.
En lo concerniente a las costumbres de la marinería mercante de este siglo, hay que anotar otra ventaja del desplazamiento cercano al litoral y que se emparenta con la navegación de cabotaje, ya que se realiza entre puertos que se hallan a corta distancia unos de otros: es la que les permite aumentar el rendimiento económico del flete, al multiplicar las ocasiones de comerciar y de sacar ventajas de las diferencias de precio. “No olvidemos -nos dice Fernand Braudel- que cada marinero, desde el pinche al capitán, lleva a bordo su lote de mercaderías, y los mercaderes, o cuando menos sus representantes, viajan con sus fardos… Sólo los grandes navíos especializados, portadores de sal o de trigo, presentan cierta semejanza con nuestros barcos de hoy y navegan directamente con su cargamento al puerto de destino. Los otros tenían algo de bazares ambulantes: las múltiples escalas eran otras tantas ocasiones de efectuar distintas transacciones comerciales, sin contar con los demás placeres que brindaba al navegante un alto en tierra firme”, y con las ventajas del reavituallamiento oportuno de los víveres indispensables.

Galeón español de la segunda mitad del siglo XVI
Rutas preferidas, sobre todo de la marina mercante, son las que transcurren por las estrecheces del Mediterráneo: el Mar Egeo, rodeado de tierras cercanas, rebosante de islas; el Adriático, sede de Venecia y de Ragusa (la actual Dubrovnic), entre muchos otros puertos; el espacio marítimo ubicado entre Sicilia y Túnez, en el cual se hallan también las islas de Malta y Pantelleria; el mar etrusco, entre las islas de Sicilia, Cerdeña y Córcega, y la costa occidental de Italia; el estrecho espacio emplazado entre el extremo sur de España, no más al Norte de Valencia, y el litoral africano desde el estrecho de Gibraltar hasta el poniente argelino.
Si no con total confianza, pues el turco, el corsario o el pirata también suelen aventurarse por esas inmediaciones, por estos caminos el hombre navega más o menos relajado, y si atraviesa de una tierra a la que la enfrenta es casi como si pasara de un puerto al puerto más vecino.
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© Lino Althaner