¿Es hoy la cultura humanista un tesoro reservado para unos pocos?

¿Es acaso un valor incompatible con las exigencias de un mundo contemporáneo acicateado por la urgencia del dominio y del crecimiento material a toda costa?

¿Qué peso tienen en nuestra civilización valores tales como la formación humana integral, la sabiduría práctica de raigambre aristotélica, la capacidad de juicio y el gusto como concepto no tan solo estético sino que también moral? Son valores como estos los que califican a un hombre de culto y cabal, en concepto de la tradición humanista.

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El análisis de estas preguntas parece enfrentarnos a un panorama desolador. Basta con fijarse,  por ejemplo, en las características de los modelos educativos  que tienden a imponerse en la actualidad desde el jardín infantil hasta la universidad. Parecieran diseñados no más que para moldear técnicos especialistas y mano de obra eficiente, ciudadanos domesticados y consumidores activos, en el contexto de un ideal uniformador encaminado a desincentivar la crítica a las formas políticas, económicas y culturales imperantes y a no perderse en inútiles divertimentos. Si se consideran adicionalmente las dimensiones de la labor deformativa complementaria, de que se ocupan, por supuesto, los medios de comunicación, y no solamente por medio de la propaganda pagada, se podrá ver más claramente a qué extremos nos ha traído la creciente decadencia de lo humano. El fenómeno, aunque admite variantes y acentos, es universal.

¿Qué es la tradición de la cultura humanista en un ambiente determinado por factores como los indicados? ¿Qué más podría ser, en una época determinada impositivamente por la urgencia de crecer a toda velocidad, marginando y desacreditando el cultivo del espíritu y de la creatividad artística, sino un pelo de la cola para una sociedad crecientemente alienada, para una humanidad cada vez más olvidada de sí misma, de sus auténticas riquezas y de sus mayores glorias?

Este tipo de preguntas se habrá hecho, muy probablemente, Hans-Georg Gadamer (1900-2002), para inicar la crítica que formula al cientificismo imperante en el mundo, que respaldado por sus éxitos impresionantes en el ámbito de la tecnología,  insiste en cimentar una  sociedad crecientemente materialista y cibernética, manifiestamente deshumanizadora. Discípulo de Martin Heidegger, en quien encuentra los antecedentes conceptuales para proceder a elaborar un pensamiento propio,  Gadamer procede a exponerlo en su obra Verdad y Método (1960), de gran repercusión en todos los ámbitos del saber por el modelo universal, aunque no exclusivo, de comprensión que plantea. De este libro seguiré ocupándome en artículos futuros, pues es grande la variedad de temas que en él se abordan con el objeto de servir de respaldo al planteamiento principal.  Se trata, a mi entender, de uno de los textos de lectura y estudio ineludibles para quien desee interiorizarse en el movimiento de las ideas en el mundo contemporáneo.

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La crítica de Gadamer parte de tomar conciencia de las pretensiones de universalidad del método científico impuesto por la modernidad como modelo exclusivo de que dispondría el ser humano para alcanzar la verdad. Este modelo de acceso al conocimiento se caracteríza, como es sabido,  por la duda cartesiana y el rechazo de toda validación que no halle en una experimentación sometida a riguroso control, como también por un objetivismo que intenta soslayar la inevitable presencia e influencia en el proceso metódico del sujeto que investiga e intenta comprender. Que este método aspire a la universalidad significa nada menos que, impuesto en el ámbito de la humanidades -tales como la historia, la filología, la teología y el derecho-, podría terminar por desvirtuar totalmente la  esencia misma de las ciencias del espíritu en su pretensión de mostrar lo verdadero con colores propios.  Aquella aspiración le parece al filósofo alemán tan insoportable como la paralela pretensión racionalista de desplazar el mundo de la creación artística a un sector del quehacer humano incapaz de aspirar a la verdad.

Gadamer pone en juego todo su conocimiento filosófico e histórico y toda su capacidad de razonamiento para rechazar tales pretensiones cientificistas omnicomprensivas, entendiendo que no dan cuenta de los rasgos esenciales del conocimiento humano, particularmente cuando se pone a prueba en el contacto con las disciplinas humanistas. Lo que Gadamer intenta probar es que, aparte de la vía métodica cartesiana, cuya validez relativa no discute, existe otra forma de comprensión y de acercamiento a la verdad. Esta forma paralela de conocimiento y de comprensión, para la cual reclama reconocimiento filosófico, se fundamenta tanto en la condición fáctica y finita del existir, crudamente limitado en toda aspiración a conocer de manera absoluta, como en la realidad hermenéutica y lingüística del pensamiento. Tal es el conocimiento hermenéutico, que tiene una matizada validez en todos los ámbitos del saber -tanto limitadamente en el de las ciencias naturales como de manera más amplia en el de las ciencias humanas- y pretende como hermenéutica filosófica -o filosofía hermenéutica- una validez en toda experiencia existencial.

La tradición humanista es para Gadamer una fuente de inspiración muy poderosa, pues ve en ella un conjunto de valores que deben ser actualizados con el objeto de aportar un elemento de equilibrio en una humanidad tan maltratada por modelos sociales que parecen no ver en el hombre nada más que un número o un instrumento al servicio de los intereses que los sostienen. La idea misma de la hermenéutica se relaciona con esa tradición. Es por ello que dedica todo un apartado de la parte introductoria de su obra a analizar los conceptos básicos del humanismo.

Quizás aún es tiempo de resucitar en alguna medida el modelo humanista del ser humano, un modelo que supone cultura verdadera y formación integral, que supone filosofía práctica y prudencia, que exige capacidad de juicio certero y buen gusto estético y moral. Sería una forma de volver al centro de lo que es el ser humano por encima de sus accidentes.

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Pero el hombre se ha olvidado de Dios. Se ha olvidado de la pregunta por el ser, tal como lo explica Heidegger al comienzo de Ser y tiempo. Mientras no se olvide de sí mismo, es tal vez posible recuperar la vigencia de tanto saber preterido.

¿Es tiempo todavía?

© Lino Althaner
2015