Vimos en el artículo anterior de esta serie que, según Maimónides, existen en el mundo tres clases de males: El mal natural, el mal que se ocasionan los hombres unos a otros y el que se causan a sí mismos.

El mal natural. Ya lo dijimos. La naturaleza del hombre lleva consigo el límite, la imperfección. La materia de que está compuesto determina su debilidad. Su vida pende de un hilo. Lo acechan los accidentes, las enfermedades, los achaques de la edad y la muerte. Y como ser dotado de conciencia, sabe y sufre su vulnerabilidad.  De esta condición humana, materia dotada de conciencia, deriva la primera clase de males que suelen afectarlo. Son ellos, no obstante, los menos frecuentes, explica el sabio cordobés en la «Guía de Perplejos».

Albrecht Dürer, Los cuatro jinetes del Apocalipsis

Albrecht Dürer, Los cuatro jinetes del Apocalipsis

El mal que los hombre se hacen unos a otros. El abuso de la fuerza, la injusticia, las mil caras -tantas veces enmascaradas- de la explotación, la tiranía, la guerra: el mal que un hombre inflige a otro hombre, que a su vez quiere vengarse o se desquita en un tercero. Estos males, nos dice Maimónides, son bastante más frecuentes que los de la primera especie. Un examen de la prensa diaria, nacional o internacional, lo confirma. Allí hallamos las crónicas del crimen abierto o encubierto, ejemplos de la violencia injusta, de la rutina inestable de tantos pueblos, de la realidad que todo pueblo ha vivido alguna vez en su historia.

Aunque Maimónides no es del todo pesimista a este respecto. Y afirma: «Sin embargo, en ninguna ciudad del mundo hallarás que los males de esta clase estén generalizados entre los habitantes de la misma, sino que su existencia es también rara, como el individuo que sorprende por la noche a otro para matarle a robarle. Solamente en las grandes conflagraciones de esta especie de males alcanza a cuantioso número de gentes; pero ni aun esto es frecuente en toda la tierra».

Es este el tipo de conflagraciones en que se especializó exquisitamente la humanidad civilizada en el siglo XX: carnicerías bestiales en unas estúpidas guerras, genocidios, campos de concentración de diverso signo, masivas hambrunas, exilios colectivos, bombas atómicas, decenas de millones de muertos inocentes. Todo en nombre de insensatas utopías, Difícil para nosotros, el optimismo del filósofo judío.

Plaza Tiberiades en el barrio judío, Córdoba

Plaza Tiberiades en el barrio judío, Córdoba

Los males que el hombre se ocasiona a sí mismo. Estos, los del tercer tipo, son los más comunes. Sobrevienen a la persona por su obra u omisión y lo arruinan por su propia voluntad. Derivan de la desmesura en el actuar y en el ambicionar lo innecesario, aquello de lo cual se puede prescindir sin detrimento de la realización personal, esto es las cosas difícilmente alcanzables, por lo tanto escasas y onerosas. Por ellas los hombres se desviven en engañoso espejismo, compitiendo torpemente entre sí,  pagando un precio descomedido.

«De éstos males se lamentan todos los hombres, y pocos se encontrarán que no sean responsables de ellos ante sí mismos». Cita Maimónides el Libro de los Proverbios (6,32):

«La necedad del hombre tiene sus caminos».

También el Eclesiastés (Ecl 7,29):

«Lo que hallé fue sólo esto: Que Dios hizo recto al hombre, pero él se complicó con muchísimas maquinaciones».

Pues «no brota del polvo la iniquidad, ni es el suelo el que produce el infortunio», sino que «es el hombre quien engendra la desventura». (Job 5,6.7)

William Blake, Los Ángeles del Bien y del Mal

William Blake, Los Ángeles del Bien y del Mal

Esta clase de males -asevera Maimónides- es consecuencia de todos los vicios, esto es, por ejemplo, del apetito excesivo por la comida y la bebida, especialmente si estas son de mala calidad, o de la práctica desmedida del acto sexual.  Tanto las dolencias perniciosas del cuerpo como las del alma derivan de tales desmesuras. Por una parte, la alteración experimentada por el cuerpo influye necesariamente en el espíritu, en el ánimo o en el sistema nervioso, Desde otro punto de vista, el alma suele inclinarse a las apetencias por lo innecesario, por el lujo y la ostentación, por el exceso, desequilibrándose a sí mismo y ocasionando la ruina del cuerpo y del espíritu.

«Así, todo hombre ignorante, de torcidos pensamientos, siempre anda triste y apesarado porque le es inasequible el lujo conseguido por otro, y a menudo arrostra grandes riesgos… con el fin de lograr estos lujos inútiles; mas cuando adentrado por esos caminos experimenta contrariedades, se queja del decreto de Dios y sus preceptos, empieza a murmurar contra su fortuna y se asombra de su poca justicia, porque no le ayudó a conseguir gran riqueza con que agenciarse vino en abundancia para estar siempre embriagado, y numerosas concubinas ataviadas con oro y pedrería de variadas clases, que le sirvan de incentivo para disfrutar del placer sexual más de la cuenta, como si en ello se cifrara el objetivo de la existencia de ese miserable».

El hombre suele precipitarse al abismo ciegamente. Y si no logra la consecución hasta el punto de hacer asequible a su alma perversa la satisfacción de sus pasiones rastreras y apetitos suicidas, incurre en la adicional insensatez de culpar a Dios de impedirle alcanzarla. O, en caso de alcanzarla, de los males -enfermedades, accidentes y desolaciones- que son consecuencia directa o indirecta de tan desmesurada satisfacción.

Ephraim Lilien, La Alianza de Abraham

Ephraim Lilien, La Alianza de Abraham

Por el contrario, nos dice, «los virtuosos y sensatos conocen y penetran la sabiduría que resplandece en el universo, como lo proclamó David (¡la paz sea sobre él!): ‘Todas las sendas de יהוה son benevolencia y verdad, para los que guardan su alianza y sus mandamientos’ (Sal 25,10), dando a entender que quienes se acomodan a la naturaleza de las cosas y a los preceptos de la Ley, percatados de la finalidad de entrambas, contemplan claramente la bondad y la verdad universal; por ello cifran su ideal en lo que constituye su destino como hombres… En cuanto a las necesidades corporales, buscan lo preciso, pan para comer y vestido para cubrirse» y desprecian lo innecesario, pues la sed de cosas superfluas deviene, más ordinariamente de lo que se pudiera pensar, en carencia de lo rigurosamente necesario.

Como se puede ver, la sabiduría de estas orientaciones sigue siendo válida en estos días, quizás más válidas que nunca en una sociedades mercantiles que hacen lo imposible por crear necesidades del todo artificiales, por promoverlas y por facilitar al hombre la satisfacción de las mismas a cambio de un precio demasiado elevado: primero la pérdida de rumbo, luego la adicción y el extravío; con frecuencia la ruina o el vacío, o ambos a la vez.

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Opino, en todo caso, que misteriosamente, cualquiera que sea el mal que lo aflige, siempre queda para el ser humano la intuición de una fuerza capaz de redimirlo, de una plenitud que se puede sobreponer a cualquier contrariedad. Que se hace presente en las peores condiciones, haciendo realidad el famoso verso de Hölderlin:

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«Donde impera el peligro, crece también lo que nos salva»
(«Wo aber Gefahr ist, wächst das Rettende auch»).

© 2014
Lino Althaner