Edith Stein

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¿Por qué no decir, a pesar de nuestra falta de objetividad en esta materia, que el argumento del homo sapiens, expresado con tanta poesía en el artículo anterior, parece válido y conmovedor? ¿Y que es una razón, aunque eventualmente remota,  para tener esperanzas en que en unos cuantos años más – cientos, miles, millones – unos pies más finos y sutiles pisen esta tierra? 

Por otra parte, no es posible olvidar que el motivo de la decadencia, de los peligrosos acercamientos del ser humano a la condición de la bestia bruta, se ha repetido, yo diría que a lo largo de toda la historia. Siempre el hombre quejándose de la degeneración de las costumbres, de las malas maneras de los jóvenes, de la violencia, de que el mundo ya no es el de antes, de los desastres, de que encima se vienen atroces acontecimientos, de que el tiempo y el espacio están por concluir. Los predicadores de este tipo de revelaciones siempre han dispuesto, por lo demás, de un número suficiente de terremotos y tsunamis, de hambrunas, de pestes y matanzas, para respaldar sus afirmaciones. Tampoco nunca han faltado el descontento, las protestas, las crisis financieras, las caídas de la bolsa.

Por lo tanto, con mucha compasión por nosotros mismos, dejaremos por ahora pendiente la pregunta, que formula Günther Anders en su libro, de si el hombre está o no obsoleto, sin insistir por ahora en dilucidar si nuestra decadencia es peor que las de antes.

La cuestión que me inquieta sigue siendo válida, cualquiera que sea la respuesta. Ella concierne al camino para rescatar de la perdición a nuestra especie humana tan contradictoria, unas veces tan magnífica en sus realizaciones, otras tan detestable en su crueldad y siempre tan insoportablemente contradictoria y difícil de fiar. Es esta una evidencia de todos los tiempos, al parecer. Enfrentado al hombre-bestia, uno no puede dejar de preguntarse si se trata verdaderamente de una criatura de Dios.  Reconozco que estoy tentado en ocasiones a pensar en el demiurgo, el tremendo y en ocasiones inexperto o perverso creador del universo y del hombre, que los gnósticos – competidores del cristianismo ortodoxo en los primeros siglos de esta era – identificaban, no con el Padre de la Luz, el Dios bueno, cuyo hijo unigénito es Jesús, sino con el dios egoísta y racista y vengativo del Antiguo Testamento.

¿Es posible imaginarse la salvación a través de un medio que no sea la espera de una futura y lenta evolución o de una directa intervención, no demiúrgica sino divina?

Pienso ahora en la imagen que ilumina el encabezado de esta entrada. Edith Stein (1891-1942), filósofa judía discípula de Husserl y monja carmelita discípula de Jesús de Nazaret, conocida en esta última condición como santa Teresa Benedicta de la Cruz. Muerta en el calvario de Auschwitz, ella creía en la experiencia interna del contacto personal con Dios, más importante que cualquier saber y conocimiento. Cuando esa relación, decía, «se convierte en vivencia personal, no comunicada mediante imágenes y parábolas, ni a través de ideas ni mediante algo a lo que se pueda dar nombre, entonces, y sólo entonces, tenemos la ‘misteriosa revelación’ en el sentido más propio, la ‘teología mística’, la autorrevelación de Dios en el silencio. Ella es la cima a la que conducen los escalones del conocimiento de Dios».

Ella, como admiradora que era de San Juan de la Cruz y no sólo teorizadora de la experiencia mística sino practicante de la misma, había logrado tener al alcande de la mano, como todos sus auténticos hermanos en el misticismo, lo que nosotros tenemos enclaustrado en lo más profundo del alma: la chispa divina, la centella espiritual que es elixir de vida, la perla que el hombre extravió en su contaminación con la naturaleza y con la vida. Yo siempre he tenido la fuerte intuición de que en personas como Edith se revela una fuerza sobrehumana, la sola   capaz de procurar un cambio en la conciencia de la humanidad. ¿Cómo? Trayendo a la luz imperfecta de los hombres la imagen de la Luz, mostrándola a los hombres ordinarios como nosotros y dándoles prueba de su poder.

Sepultado tras capas espesas de ilusión, de ambición distorsionada, de pequeños anhelos y apegos materiales, de mentiras que nos quitan libertad, una partícula de la Luz original yace la aletargada, despreciada, empapada de nostalgia, primero, por volver a la faz de la tierra, y luego, por volver a ser una con Dios. Disponible para sólo unos cuantos, cuya misión es la de difundirla, para que obre prodigios. Sin la chispa del espíritu brillando en nuestros pensamientos, en nuestras miradas y en nuestros pasos, nos sentimos de repente como víctimas del más espantoso naufragio, del peor de los sinsentidos.

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Grandes místicos nos hacen falta. No sólo por cierto los místicos cristianos. Hay una mística judía – la cábala – y una mística islámica – el sufismo -, como también en el oriente budista e hinduista. Hay filósofos místicos, Plotino entre los  neoplatónicos, que vivía iluminado, llegando a tener experiencias extáticas en varias ocasiones. Y místicos laicos, como Dag Hammarksjold (1905-1961), quien fuera en Suecia ministro de hacienda y presidente del Banco Central, y luego Secretario General de las Naciones Unidas. En un manuscrito suyo encontrado en su departamento de Nueva York, hay testimonio de  la vía de espiritualidad recorrida por él, primero marcada preferentemente por la inquietud ética y luego por una profunda convicción acerca de la presencia de Dios que experimenta como a otro en sí mismo, estupefacto ante ‘lo inaudito de estar en sus manos’  en un instante que le parece estar situado en la eternidad. «Para el que vela  – escribe – lo lejano está presente, presente en esta humanidad en la que Jesús muere a cada instante en quien haya seguido hasta el fondo la huella interior del camino». Dag Hammarksjold, místico y mártir de la paz.

Unos tipos que pueden ayudarnos, yo creo que son los místicos. Serían sin duda objeto de mofa, despreciados como todo lo que vale la pena. Pero ellos insistirían, santos, místicos y monjes de todas las confesiones.  Uno del tipo del maestro Eckhart le haría falta a nuestro tiempo. Un Rumi, un Juan de Yepes, una Teresa Ahumada. Yo creo que terminarían por convencer al mundo y contagiarlo de su santa locura. Además, las iglesias deberían impulsar un florecimiento de las órdenes monásticas y ponderar como es debido la fuerza del retiro de los cenobitas y de los anacoretas. Ellas procurarían la renovación de las otras órdenes, las que llaman a la acción.  Un nuevo Benito de Nursia, un nuevo Antonio Abad, serían precisos para infundir entusiasmo. Una educación renovada, como la que necesitarían las nuevas generaciones, requeriría que en los hogares y en las escuelas se difundieran, en vez de las gestas oscuras y mundanas de los llamados padres de la patria, la vida y la obra y milagros de los santos y de los místicos.

Ya lo sé. Siento vuestras miradas  socarronas. Algunas teñidas de lástima, otras de horror. No faltan las miradas iracundas. Pero, no me miréis con ira. Todo esto os parece una locura. Y os lo concedo, tenéis razón. Os parece una locura porque es una locura, en eso estamos de acuerdo. Pero después del vergonzoso siglo XX que tuvimos, con sus cimas de cordura -las guerras, las bombas, las pestes, las hambrunas, las servidumbres multiplicadas, las tenebrosas promesas de la tecnología-, y después del no menos promisorio siglo XXI que estamos teniendo, qué nos resta si no es un recurso deseperado. El recurso a la cordura, en eso estaréis de acuerdo, está por completo desprestigiado. Sólo resta la locura. Una santa locura.

También podrían ayudarnos poetas visionarios y artistas que tocaran el cielo con sus manos, o bien con sus cinceles o pinceles o partituras. Los hombres no pueden seguir ignorando a Emanuel Swedenborg, que conversaba con los ángeles del cielo, ni a William Blake que decía su experiencia en estos versos:


Ver un mundo en un Grano de Arena
y un Cielo en una Flor Silvestre:
tener al Infinito en la palma de tu mano
y la Eternidad en una hora.

A ellos quiere este blog dedicarles una parte importante de su contenido, en el convencimiento de que en ellos está la fuerza necesaria para impulsar el regreso del Espíritu a la faz de la tierra. Amigos de la chispa divina, ellos traen de vuelta la Luz capaz de enceguecernos para darnos la visión de la verdad.

Me comprometo a una entrada a la semana dedicada al mundo de los místicos y santos y poetas visionarios.

© 2012
Lino Althaner